sábado, 5 de abril de 2014

Yo, Claudia Livila (XI)

Aquellos salvajes, puesto que no merecen el nombre de ciudadanos, ¡deshonra de la legión romana y de su casa!, que pocos días atrás habían pronunciado solemnes el juramento sagrado de lealtad y obediencia a Roma y al César, temiendo perder lo que solo por fuerza, y no por méritos, ni por derechos, ni por una bien ganada recompensa, si no con amenazas, cobardía y revueltas consiguieron, se atrevieron a cometer aún una última infamia: en la noche cerrada, donde los espíritus de los muertos desde los cementerios se arrastran y las almas condenadas con retorcidos fines en silencio reptan, donde los lemures de risas enloquecidas y ojos enrojecidos guiados por las Furias acechan y  toda maldición que se pronuncia se convierte en cierta, ellos, sin temer ni a quienes nos gobiernan ni a ninguna autoridad sobre la tierra, arrebataron el sacro estandarte de su altar, creyendo apoderarse con ese hecho de la autoridad debida sobre ellos, para forzar poco después, como si lo que habían hecho no bastara, las puertas del pretorio y sacar de la cama a Germánico, que bien valía solo muchísimo más que todos aquellos hombres, cometiendo la estupidez de creerle su prisionero, de pensar que ahora cumpliría todos sus deseos. Y no contentos, salieron también al paso de los legados, ¡los enviados del propio Senado romano!, quienes al escuchar el alboroto, los ruidos y los gritos propios de toda revuelta, sin revestir la toga, señal de su dignidad y de su cargo, si no descalzos en el barro, con la sudada túnica con la que no hacía mucho durmieran, corrieron desesperados en busca de refugio junto a mi insigne hermano, ¡esos viejos asustados que durante décadas ellos mismos comandaron legiones enteras y que no perdían ocasión en toda cena de contar batallas y ensalzar sus olvidadas guerras! Vengativa ironía... no hay nada más castigado que la lengua. Sin duda se lo merecían, más aún cuando continuaron degradándose: al encontrar a Germánico imposibilitado para protegerlos, pues a duras penas con un puñado de amigos leales podía hacer frente a aquellos insubordinados, y al no poder hacer valer sobre quienes les perseguían su autoridad y su rango -me pregunto si ni siquiera lo intentaron, si el miedo y la noche no les hizo temblar las piernas y enmudecer las bocas-, se dirigieron raudos, escondiéndose en la sombra como si vulgares ladrones fueran, ¡como si fueran ellos los que cometieran delitos contra Roma!, al altar donde descansaban todavía el águila y las enseñas, y al igual que niños asustados se abrazaron a ellas, como si las faldas de sus queridas mamas fueran - ¡oh, dioses, río únicamente con imaginarlo! ¡Mocosos y cubiertos de legañas, con el rostro enrojecido y aterrado como los críos de un año que creen ver monstruos dentro de un armario...! ¡Nuestros ilustres senadores de blanquecinas calvas!-. Debieron creer que su carácter sagrado, el culto y la adoración que los soldados les prodigaban bastaría para que no les hicieran daño...Pero ¿qué respeto o consideración les resta a quienes han violentado el juramento sagrado por ellos pronunciado, a quienes se han atrevido a atacar a sus mandos, a desobedecer al César, a violentar a Roma?.. Y así, mientras la luna moría en la más lenta de las agonías y el sol tardaba en exceso en nacer, quizás avergonzado por lo que habría de ver, los legados del Senado y del Pueblo Romano, en un campamento romano, por soldados romanos, hubieron de sufrir amenazas e injurias, e incluso hubieron de teñir con su sangre aquel altar, donde las enseñas no son ya meros objetos si no representación de los dioses, algo insólito ni siquiera visto entre enemigos. ¡¿Qué clase de seres sin piedad ni honor protegían nuestras fronteras?!
Por fin, ya de día, pudo Germánico restablecer el control en el campamento y ordenó que se reunieran en el tribunal soldados y legados, ensangrentados y humillados. Avergonzados de unos y otros, mi hermano, con voz firme, echó en cara a los segundos su cobardía y su locura, afirmando desde la más profunda convicción y no por las circunstancias -como si intentara no inflamar más los soldados justamente acusándolos-, que su situación la noche anterior no había sido debida a la ira de los soldados, si no a los dioses a quienes habían provocado violentando sus símbolos sagrados; a los primeros, por el contrario, les explicó para que habían venido los legados, asegurándoles la totalidad de lo por la fuerza por el César entregado... A pesar de ello, sin embargo, no consiguió calmarlos, y Germánico no tuvo más remedio que despedir a los legados con una protección de caballería auxiliar antes de que pudieran sufrir más daños. Más estos, que huían cobardes, al ver sus vidas por fin aseguradas y no amenazadas por soldados, y ofendidos por que mi buen hermano no hubieran castigado a todos aquellos que les habían atacado, si no que con las impunidad a su entender les hubiera recompensado, se crecieron en la fortuna de la misma forma en que menguaron en la adversidad, y se atrevieron a recriminarle lo que ellos habían venido de hecho a corroborar, las medidas que le propio César había decidido tomar, acusándole de equivocarse con los licenciamientos, con el dinero y con la en extremo blandura de las medidas adoptadas.  No obstante, insatisfechos, allí no se detuvieron, como si sus primeras palabras no bastaran para en su orgullo y su autoridad en público dañarlo, si no que para aumentar su propia infamia, intentando con ello mermar la ajena fama, atacaron a Germanico en lo que, a mi pesar, él más amaba. Aunque para él su vida tuviera poco valor, le dijeron, ¿por qué tenía a sus hijos pequeños y a su esposa embarazada-¡su quinto hijo esperaba!-entre aquellos locos, violadores de todo derecho humano? Que, al menos, se los devolviera a Tiberio y los conservara íntegros para el bien del Imperio. Mi hermano, que no debió prestar oídos a quienes tan indignamente se habían comportado, meditó no obstante sobre sus palabras, y aunque debió resultarle duro admitirlo, resolvió que estaban en lo cierto y que no podía por más tiempo de esa forma exponerlos. Retirándose al pretorio en férreo y doliente silencio, y después de dudarlo mucho ya que Agripina se resistía, insistiendo que era de la estirpe de Augusto -¡cómo si ese fuera motivo para enorgullecerse...!- y que pensaba afrontar los peligros según su casta -al menos esa maldita ramera se mostraba digna de pertenecer por matrimonio a la casa Claudia, más que los senadores que se marchaban-, abrazándose finalmente mi hermano a su viente hinchado y a sus hijos comunes y derramando abundantes lágrimas, la convenció de que se marchara.
Al atardecer ya se abría paso entre las tiendas del campamento, sumido en lúgubre y sepulcral silencio, esa pequeña comitiva de mujeres, digna, a mi pesar, de una profunda lástima; la esposa fugitiva de un general embarazada llevando a su hijo pequeño en brazos, a los mayores abrazados a las faldas, y a su alrededor, como plañideras, las mujeres de sus amigos y de los otros mandos, obligadas a marcharse como si huyeran del más temible enemigo. El semblante, los gemidos, los lamentos y las lágrimas de mi hermano -corazón conmovido...¡ojalá hubieran sido así cualquiera de mis maridos! ¡ojalá su llanto se hubiera vertido por alguna mujer digna en verdad de compartir su lecho y tener a sus hijos!-, que no se correspondían a Germánico y a su cargo, y más hacían pensar en una Roma sitiada y perdida que en un hombre con el corazón destrozado, atrajo la atención y la curiosidad de los soldados. Fue así como aquellos salvajes vieron lo que se intentó por todos los medios ocultárseles: aquel cortejo de ilustres mujeres, sin centurión ni legionarios que pudieran protegerlas, sin ninguno de los honores acostumbrados a la esposa de un general o a una mujer de la casa de los Césares, siendo confiadas no a legiones romanas, si no buscando refugio en tierras tréviras, extranjeras, bárbaras... Y fue así como... ¡Ah!, esas negras palabras aún me duelen en la boca... ¿lo recuerdas? ¡cómo la enalteciste entonces, otra vez, una vez más! ¡Maldita sea!...  esa ridícula y estúpida ironía, esa caprichosa disposición de una ramera, Fortuna corrupta, siempre empeñada en solo favorecerla a ella... Habré de decirlo puesto que me he jurado narrártelo todo, la verdad oculta en la verdad que conocías, las mentiras que te creías, la realidad que se te escondía... Habré de decirlo, si... ¡Aunque ya hubiera hasta poetas para cantar su supuesta hazaña! ¡Ah!... Calma, Livila, calma, ¿qué sentido tiene la rabia cuando se consumen las últimas horas?... Y fue así, decía, como los que sus propias acciones no pudieron, los que las palabras de mi hermano no lograron, aquel cortejo de mujeres desvalidas los consiguieron, moviendo a la compasión y a la vergüenza a quienes no tembló el pulso para volverse contra sus mandos y robar las enseñas, al parecer inspirados, o al menos así le gustaba contarlo a Agripina, por el recuerdo de su padre Agripa, de su abuelo Augusto e incluso de mi padre, el buen Druso -¡¿cómo se atrevía a ensuciar su recuerdo nombrándolo?!- Fuera como fuese, los soldados pidieron e insistieron que volviera y se quedara, unos cerrándoles el paso a mi cuñada, otros acudiendo directamente a Germánico.. No puedo, ¡no puedo! ¡Ah, un último esfuerzo!... Incluso los solados, para lograr su regreso, se avinieron a nombrar a los cabecillas de la sedición, a señalar a los culpables, hasta a entregarlos, maniatados, ellos mismos si necesario fuera, y por si aún faltara algo más que le convenciera, a renunciar a los privilegios que obtuvieron por la fuerza... Así fue como finalizó de una vez por todas la revuelta de las legiones de Germania. Casi podía sentir amargas en la boca, a pesar de la distancia, el orgullo y el ego de Agripina creciendo cada instante que pasaba, vanagloriándose muy dentro de haber logrado ella sola lo que tribunos, centuriones, legados, su esposo y hasta el César no pudieron... ¡¿cómo si hiciera falta algo más para alimentar la ambición que calladamente la devoraba?! Menos mal que, para mi profunda desgracia, poseía nuevas armas que cercenarían la alegría que la inundaba y pondrían fin al triunfo que ella creía bastaría para coronarla

* Fotografía 1: Detalle del sarcófago de Portonaccio
* Fotografía 2: Sestercio de Cómmodo arengando a sus tropas.
* Fotografía 3: "Agripina con las cenizas de Germánico", de Benjamin West


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