Germánico me llamó a su casa y yo acudí rauda, dejando cualquier cosa que me ocupara, como si nada más que él en la vida me importara. Apenas le vi me arrojé a sus brazos -mi hogar, mi casa, donde la verdadera Livila por un instante renacía-, y mi hermano me retuvo a su lado más tiempo del necesario o del esperado. Me di cuenta que a pesar de su reciente gloria, de su indiscutida popularidad y su invicta fama, tenía aquella preciada alma destrozada y la amargura, profunda, de raíz extensa y alto tallo, lo dominaba; casi podía escuchar en cada latido de su corazón apenado el entrechocar de los pedazos de su espíritu en un remolino enloquecido de suspiros. Le pregunté la causa. Me pidió ayuda con Agripina; me confesó que ya no podía hacer frente a su dolor por la triple muerte que acarreaba -Póstumo, su madre y su abuelo Augusto, nuestro primer César-, ni disipar las temibles sospechas que la obsesionaban; no añadió nada más por cautela, pero para su desgracia yo bien sabía de qué hablaba, pues había sido yo misma la que sembró en su corazón la desconfianza: la implicación de Tiberio en la destrucción de su familia y de su casa, si no ya como instigador si al menos como causa. Guardé esa información como futura poderosa arma. Sospechaba que más que la muerte de una madre por la que nunca hiciera nada para salvarla, de un hermano al que siempre despreciara, y de un decrépito abuelo bajo cuyas órdenes pereciera prácticamente la familia entera, era la pérdida de su poder, posición e influencia frente a quienes solo consideraba viles usurpadores de un trono que ansiaba, que creía erróneamente que solo a ella le correspondía legítimamente, lo que en realidad provocaba que mi cuñada Agripina vertiera enfurecidas lágrimas. Más no pronuncié esa certeza que me acosaba, puesto que al parecer únicamente conocía la verdadera naturaleza que la formara y porque hay ideas cuya utilidad radica en siempre callarlas. Mi hermano aún hablaba, como si las palabras bastaran para vaciar las angustias que le fragmentaban: recordaba en aquel momento mi apoyo y mi consuelo cuando murió su pequeño hijo Tiberio, cuando la antaño alegre Julila fue exiliada, cuando Cayo y Lucio partieron por el camino del que nunca hay regreso. Le dejé creerlo sin decirle tampoco que esta vez, como las anteriores, disfrutaba de su sufrimiento.
Encontré a Agripina en la oscuridad de su cuarto, inclinada sobre la cuna de su nueva hija, plácidamente adormecida. Bien sabía que, como a mí, los torpes consuelos y las palabras con teórico sentido más sin un mínimo sentimiento, la estorban en lugar de aminorar su duelo, y tan solo agradecía la silenciosa compañía que desterraba la soledad y el vacío infinito por frágiles momentos. Sin embargo, vi el cerco en sus ojos del llanto, los surcos de sus lágrimas grabados a fuego en las mejillas repentinamente hundidas, el súbito y leve encanecimiento, y no pude resistirme a ahondar en la herida para asentar en ella los cimientos de un triunfo que por primera vez entreveía. Puse una mano que pretendía ser afectuosa y tierna en su hombro caído y solté sin parpadeos un elaborado discurso sobre como toda Roma compartía su inmensa pena por la pérdida de nuestro primer ciudadano, que yo había estado a su lado y que se había marchado feliz y muy satisfecho al saber que Roma y sobre todo los suyos quedaban en las mejores manos. Añadí que la quería y que temía por ella al saber de su corazón desgarrado, que no quería que, como Póstumo en su isla, la tristeza la condujera a entregarse a la muerte más que dispuesta. Apenas hube pronunciado el nombre de su último hermano, mi cuñada se abalanzó sobre mí y me golpeó el rostro con toda la fuerza de su mano. Sentí incrédula el sabor de la sangre en mi boca y la pequeña Agripinila se despertó envuelta en sonoro llanto. Su madre me llamó mentirosa. ¡Mentirosa! gritaba histérica; también me calificó, entre muchas otras cosas, de puta, asquerosa y rastrera. Afirmó que era hiel lo que de verdad empapaba mis venas. Germánico la había confesado, creyendo que eso aminoraría su pena sabiendo que lloraba por quién no merecía ni un suspiro ni una lágrima, que la causa del destierro de Póstumo era intento de violación y conspiración contra su propio abuelo, y añadió, a fin de otorgar mayor verosimilitud a la acusación vertida mediante la mención de un testigo que gozara de completa inocencia y demostrada confianza, que era yo quién había presentado la denuncia que provocara su condena. Me dominó la rabia: no solo por el hecho de que de nuevo Germánico me traicionara, vendiéndome otra vez como vulgar esclava por lo que él consideraba una noble causa, si no por el hecho de que fuera Agripina quién el episodio más oscuro y doloroso de mi vida me recordara. Los dedos de Póstumo aún continuaban grabados en mi cuerpo como si apenas un instante atrás me tocara. Le dije que ella no era nadie para recriminarme nada, ella que tan alegremente le condenara, que ofreciera públicas libaciones como gratitud a los dioses por su exilio y su condena y nunca hiciera nada por probar su inocencia o conocer la verdad tras su desgracia, a pesar de que una misma sangre les animaba.
Vi en los ojos de Agripina la culpa y el remordimiento, pero al igual que su abuelo, en lugar de enfrentarse con valentía a sus fantasmas o reconocer sus muchas faltas buscando quizás enmendarlas, prefirió hallar a otro sobre el que concentrar sus delitos y verter el odio y el desprecio que su misma persona les inspiraba; y, al igual que su maldito abuelo, me destinó a mí para tan noble causa. De nuevo, sin aliento, me gritaba, con más vehemencia y virulencia que unos instantes atrás. Yo no la escuchaba, sus palabras no merecían mi más mínima consideración. Eran otros los ruidos que me interesaban: el llanto persistente y estridente de mi sobrina Agripinila, los murmullos escandalizados de los esclavos tras la puerta agazapados, el eco que la voz de mi cuñada transportaba por toda la casa y por fin los firmes y decididos pasos de Germánico. Solo entonces recordé mis tragedias para desgarrarme en fingido llanto. Agripina, creyéndose victoriosa, incluso se puso de pie para continuar acusándome y al no hallar respuesta, enfurecida, comenzó a zarandearme. No se dio cuenta de su enorme error, si no que incluso lo extendió, hasta que mi hermano, su marido, irrumpió en el cuarto como una exhalación. Bastó que echara un vistazo para lograr yo lo que estaba buscando: vio a su esposa enfurecida, enrojecida, irreconocible, desgañitada, y a su hermana empequeñecida, temblorosa, llorosa, terriblemente por Agripina acusada y con la mejilla dañada. En ese momento mi cuñada calló asustada; me soltó al fin, en un gesto que en si mismo la delataba, para verse sepultada por la mirada dura, indignada, enfurecida y decepcionada, de Germánico, una forma terrible en la que nunca la contemplara; comenzó a balbucear incoherencias, donde homogéneamente se mezclaban acusaciones y disculpas veladas. No obstante, mi buen hermano no la escuchaba: siempre sintió gran debilidad por los indefensos y los débiles y farfullando a su esposa un rabioso: ¡contente!, me tomó con delicadeza del hombre y me sacó de la estancia sin volverse siquiera a mirarla. Que tomara tan claramente partido por mí y por lo que encarnaba -la inocencia de Tiberio, la culpa de Póstumo- debió destrozarla muchísimo más que si la gritara o la golpeara. Sabía que apenas me marchara, Germánico regresaría para recriminarla; sabía que por fin había sembrado la discordia en aquel matrimonio perfecto cuya única visión me torturara. Pero no me bastaba: aquello no dejaba de ser una mera pelea cuya solución llegaría apenas unos días transcurrieran. Había sin duda algo que él nunca podría disculparla: perder por su culpa a su única hermana. Así, aunque enormemente me costara, cuando Germánico trató de consolarme, de curarme la mejilla dañada, me revolví enfurecida y le golpeé la cara. Él me observó desconcertado y yo no me atreví a enfrentarme a su mirada: si lo hacía no sería capaz de pronunciar lo que mi mente a toda prisa desarrollaba. Le acusé de traicionarme, venderme, delatarme, por haberle confesado a Agripina mi traición a Póstumo; le grité que ahora por su culpa toda la ciudad de Roma conocería mi vergüenza, lo que a sus manos padeciera, que aquello sería como revivir una y otra vez lo que aquella noche terrible sucediera, que solo por él sería señalada y humillada, y rompí a llorar nuevamente sin césar de gritarle que nunca jamás podría perdonarle. Me marché corriendo antes de que mi buen Germánico pudiera explicarse. Ya a salvo en la litera rompí a reír histérica.
A salvo en las altas mansiones del Palatino, quise distraer mi mente de todo lo sucedido, mientras aguardaba a que Druso y Tiberio regresaran para poder enseñarles mi herida de guerra. Sentada en los jardines, a pesar de que el frío invierno avanzaba, me sumergí en los innumerables informes relativos a los pequeños negocios que padre e hijo con César y cónsul en mis manos depositaran para que nos les estorbara en el desempeño de sus muchos deberes para con el Senado y el Pueblo Romano. Anochecía cuando alguien, con sumo cuidado, como si intentara en nada molestarme ni perturbarme, depositó una copa de plata con vino de Falerno, mi favorito, en el único hueco dejado en una pequeña mesita por los papiros. Alcé la vista, desconcertada y sobresaltada, para encontrarme de frente con los astutos ojos del prefecto pretoriano; de inmediato desvíe la mirada incapaz de enfrentarlos. Volví a mis informes, pero él, capaz de contemplarlo, de saberlo todo, debió darse cuenta del ligero temblor de mis manos, de que mi pupila inquieta no se movió de izquierda a derecha leyendo nada, si no que sutilmente a mi lado le vigilaba. Divertido, Sejano se inclinó con una media sonrisa para felicitarme: su aliento acarició mis hombros y mi nuca y su aroma estremeció cada fibra de mi cuerpo mientras me comunicaba que por los soldados, que para seguridad de mi hermano en su casa apostara, había sabido de la fuerte discusión entre mi cuñada y Germánico, finalizada en gritos y en llanto. Sin duda de la misma forma sabía de mi implicación para lograrlo, no solo por sus pretorianos, si no porque de alguna forma, a pesar de las escasas palabras que intercambiáramos, me conocía mejor que mi marido en años, parecía intuir las intenciones que me animaban y discernir de cuanto era capaz para lograrlo. Debí haberlo negado todo, afirmar escandalizada que desconocía de qué me hablaba, mostrar pública piedad, un marcado horror, por haberse producido aquel enfrentamiento, ligera pena, pero sin comprender la causa me vi a mi misma alzar la copa y brindar en su honor; Sejano también, en muda complicidad, bebió. Al menos fui lo suficientemente prudente para no decir nada; aún así no pude resistirme a dale las gracias por la información, y él se marchó tan silencioso como llegara. La idea de la existencia de otro ser que por fin a la verdadera y no a la falsa Livila conociera me seducía tanto como me aterraba, igual que la posibilidad de volver a contar con un oído atento que me escuchara, de un hombro que se mostrara dispuesto a sostenerme cuando llorara, de un brazo raudo para ayudarme cuando lo necesitara. Pero sobre todo había algo que me angustiaba: ¿qué tramaba? ¿qué pretendía? ¿por qué me ayudaba? ¿qué esperaba?
* Fotografías: "Un silencio elocuente", "Rivales inconscientes", "La propuesta" y "Promesa de primavera", de Lawrence Alma-Tadema
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