Los antiguos romanos dividían cada
uno de los siete días de su semana en veinticuatro horas, cuyo punto
de partida no era el amanecer, según la costumbre de los babilonios,
o el anochecer, según la tradición de los griegos, sino a
medianoche, como sucede en la actualidad. Las semejanzas entre el
antiguo calendario romano y el nuestro terminan ahí: aparecidas muy
tardíamente en el día romano, las “horas” latinas, si bien
llevaban el mismo nombre y eran veinticuatro como las nuestras, son
en verdad absolutamente distintas.
Tanto la palabra como el concepto son
una invención de los griegos, derivada de la medida que, a finales
del siglo V a.C., habían aprendido a hacer de las etapas del sol en
su marcha por el cielo. El cuadrante solar de Meton utilizado por los
atenienses consistía en una gran esfera de piedra en cuyo centro se
colocaba un estilete o gnomon.
En el momento en que el sol se elevaba sobre el horizonte, la sombra
del estilete se proyectaba en la concavidad del hemisferio orientado
hacia el cenit y en él trazaba, en situación invertida, la paralela
diurna del sol. Cuatro veces al año, en los equinoccios y
solsticios, marcaban mediante una incisión en la piedra el
desplazamiento de la sombra proyectada por la aguja, y como la curva
trazada en el equinoccio de otoño coincidía con la del equinoccio
de primavera, finalmente se obtenian tres líneas concéntricas, cada
una de las cuales estaba dividida en doce partes iguales. Se unían
entonces los puntos correspondientes de las tres paralelas por medio
de las doce líneas que, de forma progresiva, se iban sucediendo para
poder obtener las doce horas que señalaban el curso del sol a lo
largo del año, de ahí su nombre de “cuentahoras” o ωρολόγιον,
palabra que en latín -horologium (reloj)- conservó el
sentido y la forma del vocablo griego.
Siguiendo el ejemplo de Atenas, las
otras ciudades helénicas también tuvieron su “reloj”, puesto
que sus astrónomos fueron capaces de adaptar el principio de este
invento a la latitud de cada una de ellas. En efecto, el recorrido
diario del sol variaba según el lugar, y la longitud de la sombra
que el estilete o gnomon reflejaba en su polos o esfera
de piedra, lógicamente difería de una ciudad a otra. Así, la
altura del estilete en Alejandría era de tres quinto, mientras que
en Atenas era de tres cuartos. En Tarento casi alcanzaba los nueve
onzavos; en Roma, los ocho novenos. Sería preciso construir tantos
cuadrantes como ciudades había. Los romanos fueron sin duda los
últimos en darse cuenta de esta necesidad. Como no sintieron la
urgencia de contar las horas hasta dos siglos después de los
atenienses, les costó cien años lograr hacerlo con exactitud.
A finales del siglo IV a.C., los
romanos aún dividían su día en sólo dos partes: antes del
mediodía y después del mediodía. Naturalmente el gran problema
estaba en señalar con exactitud ese momento. Un heraldo del
consulado se encargaba de mantenerse muy atento para, tan pronto como
lo percibía, anunciarlo al pueblo. Éste estaba obligado a
interrumpir sus quehaceres en el foro ante la señal de dicho heraldo
y los litigantes a acudir al tribunal antes de la hora convenida si
querían que cualquier causa fuera admitida. Como el heraldo debía
cumplir su tarea cuando los rayos del sol se hallaban “entre los
rostra y la graecostasis”, no cabe duda de que sus
funciones venían de antiguo; pues no podían hablar de rostra
o espolones de los navíos capturados antes de que éstos adornaran
la tribuna de los oradores como trofeo de la victoria naval lograda
por C.Duilius en el año 338 a.C.. Tampoco se podía hablar de
graecostasis, pabellón destinado a recibir a los embajadores
griegos, antes de que apareciera la primera delegación, enviada al
Senado por Demetrios Poliorcetes hacia el año 306 a.C.
Ya en tiempos de la guerra contra
Pirro, se había hecho un ligero progreso en la subdivisión de cada
una de las mitades del día en otras dos partes: la mañana y el
premediodía (mane y ante meridiem) y la tarde y la
noche (de meridie y suprema). Pero no será hasta
inicios de la primera guerra púnica, en el año 263 a.C., cuando el
horologium y sus horas llegaran por fin a la Urbs1.
Un cónsul de esta época, M.Valerius Messalla, halló entre el botón
que se había llevado de Sicilia el cuadrante solar de Catania y lo
hizo montar tal como estaba en el Comitium; de este modo,
durante algo más de tres generaciones, los romanos tuvieron el
horario disparatado que las líneas trazadas sobre un polos de
otra latitud les marcaban. A pesar de la afirmación de Plinio el
Viejo, según la cual los romanos se dejaron guiar ciegamente por su
horario durante noventa y nueve años, no podemos dejar de pensar
que, una vez apreciadas las diferencias entre las horas marcadas y el
recorrido del sol, debieron de hacer caso omiso al reloj de sol de
Messalla y continuar guiándose, como si nunca hubiera existido, por
la proyección del sol sobre los monumentos de la ciudad.
No sería hasta el año 164 a.C.,
gracias a la generosidad de Q. Marcius Philippus, que los romanos
contaran con un “reloj” expresamente realizado para ellos y, por
tanto, casi exacto, lo que al parecer tomaron como un gran
acontecimiento2.
A partir de que las legiones combatieran en territorio griego primero
contra Filipo V, más tarde contra los partidarios de Antíoco de
Siria y, finalmente, contra el rey Perseo, se fueron familiarizando
contra las adquisiciones arrebatadas a sus enemigos, y sin duda
comenzaron a entender las ventajas de un horario menos incierto del
que hasta ese momento habían tenido. Los romanos se sintieron
felices cuando se instaló en su patria; así que para ser
merecedores de una gratitud igual a la demostrada a Marcius
Philippus, sus sucesores en la censura, P. Cornelius Sicipio Nasica y
M.Popilius Laenas, en el año 159 a.C., completaron su iniciativa
instalando junto al reloj de sol uno de agua destinado a suplir su
servicio durante la noche y los días de niebla3.
Hacia más de cien años que los
alejandrinos utilizaban los que los romanos llamarían horologium
ex aquae inventado por Ctesibius, basándose en la antigua
clepsidra, para prevenir los inevitables fallos de la antigua
clepsidra. El mecanismo del instrumento no podría ser más simple.
Imaginemos en primer lugar la clepsidra, es decir, una vasija
transparente colocada en la esfera solar a la que con regularidad
llegaba siempre el mismo caudal de agua. Cuando el gnomon
proyectaba su sombra sobre la cuerva del polos, solamente
había que marcar el nivel que en ese momento tenía el agua en la
pared externa del recipiente. Cuando la sombra llegaba a la siguiente
cueva del polos, se hacía una nueva señal, y así
continuamente hasta que los doce niveles señalado indicaban las doce
horas del día elegido para la experiencia. Una vez hecho esto, sólo
había que dar a la clepsidra una forma cilíndrica y luego marcar,
del mes de enero a diciembre, doce verticales que correspondían con
los doce meses del año. Después se anotaban en cada una de ellas
los doce niveles horarios señalados en un mismo día de cada mes.
Finalmente se procedía a unir con una curva las señales horarias
puntuadas en las verticales mensuales para saber en cada instante,
según el nivel del agua señalado en la vertical de cada mes en
curso, la hora del día que, por poco que el sol hubiera asomado, la
aguja había proyectado sobre la esfera del reloj.
El reloj de agua, basado en el del
sol, permitía prescindir de éste cuando era necesario, y mediante
una sencilla inversión de la lectura de las verticales mensuales,
también ofrecía la posibilidad de aplicar el mecanismo a las horas
nocturnas. Pronto su empleo se generalizaría pronto en Roma. El
principio del cuadrante solar empezó a aplicarse a mecanismos de
grandiosas proporciones, como el obelisco de Montecitorio erigido en
el Campo de Marte por Augusto en el año 10 a.C., cuya sombra gigante
marcaría todas las horas diurnas de los romanos sobre unas líneas
de bronce situadas en el pavimento de mármol que le servía de
esfera4.
De igual modo, se aplicó a
dispositivos de dimensiones más restringidas. Así le llegó a los
solaria, esferas de bolsillo minúsculas que hacían el mismo
servicio que nuestros relojes de pulsera, algunos de ellos de apenas
tres centímetros. Por otra parte, en los edificios públicos de la
Urbs, así como en las casas particulares de los romanos más
ricos, empezaron a instalarse relojes de agua cada vez más
perfectos. En el gobierno de Augusto, los clepsydrarii y
organarii rivalizaban en la fabricación y ornamentación de
todos sus accesorios; así, los horologia ex aqua descritos
por Vitrubio tenían mecanismos de alarma automática que, a cada
cambio de hora, lanzaba al aire guijarros o emitían un sonido de
emergencia5
Durante la
segunda mitad del siglo I y todo el siglo II, su fama solo hizo
aumentar, convirtiéndose el reloj de agua en un signo evidente de
posición y distinción en la Roma de Trajano. En la novela de
Petronio, donde se nos presenta a Trimalción como un “hombre a la
moda”, o lautissimus homo, los personajes ponen de
manifiesto la profunda admiración que les causa en su casa: ¿No
tiene “en el comedor un reloj que hace sonar el corno con la
expresa intención de que, al escucharlo, todos sepan el pedazo de
vida que han perdido”? Trimalción está tan encaprichado de su
reloj que pretende llevárselo al otro mundo; así, en su testamento
expresa la voluntad de que sus herederos construyan un lujoso
mausoleo, de cien pies (30 m.) de fachada y el doble de profundidad
“con un reloj en su centro, a fin de que nadie pueda mirar la hora
sin verse obligado a leer su nombre”6.
No podríamos entender este singular deseo de posteridad si los
contemporáneos de Trimalción no hubieran estado habituados a
consultar la hora con frecuencia; evidentemente, la división horaria
ya formaba parte de sus costumbres. Sin embargo, sería un gran error
pensar que los romanos vivían constantemente pendientes del gnomon,
de sus esferas o de las alarmas de las clepsidras, de la misma forma
que hoy estamos pendientes de nuestros relojes, puesto que sus
mecanismos no tenían ni la precisión ni la constancia de los
nuestros.
En primer lugar,
el ajuste entre el gnomon y el reloj de agua no era en
absoluto exacto. La fidelidad del primero estaba en función de su
adaptación a la latitud del lugar. En cuanto al segundo está claro
que las mediciones confundían los distintos días del mes, ya que el
sol no los iluminaba a todos por igual y los fabricantes no podían
impedir nunca ciertas oscilaciones falsas al intentar ajustar ambos
mecanismos. Por tanto, es lógico que cuando alguien preguntara la
hora, recibiera varias respuestas distintas, pues, como dice Séneca,
en Roma era imposible saber la hora con exactitud: era más fácil
ajustar las distintas filosofías que los relojes7.
Así pues, la hora romana no logró jamás ser más que una mera
aproximación.
En segundo lugar,
se trataba de un concepto continuamente móvil y hasta cierto punto
contradictorio. En un principio las horas habían sido calculadas
para la jornada diurna. Cuando el reloj de agua hizo posible el
cálculo de las horas nocturnas, no hubo tampoco un criterio
uniforme. Los horologia ex aqua por definición debían
reponerse, es decir, se vaciaban por la mañana y por la noche. De
ahí el desfase entre el día oficial, que se iniciaba a partir de la
medianoche, y el día natural, que se dividía en doce horas diurnas
y nocturnas.
Y eso no es todo.
Mientras que nuestras horas se componen de sesenta minutos, cada uno
de los cuales se divide en sesenta segundos, la ausencia de división
de las horas romanas hacia que cada una de ellas comprendiera el
intervalo situado entre la anterior y la siguiente, sin ninguna otra
especificación. Y este intervalo, en lugar de ser inmutable,se
dilataba o se reducía según la época del año, el momento del día
o la presencia o ausencia de luz. Las doce horas del día se
repartían en el gnomon entre el amanecer y el crepúsculo y
las doce horas de la noche, entre el crepúsculo y el amanecer; así
pues, unas y otras iban aumentando o disminuyendo en sentido
contrario según las estaciones, logrando ser idénticas sólo dos
veces al año: en los equinoccios. Antes y después de los
equinoccios, progresaban en sentido inverso hasta la llegada de los
solsticios, momento en que su disparidad era mayor. En el solsticio
de invierno (25 de diciembre), había ocho horas cincuenta y cuatro
minutos de luz solar frente a las quince horas seis minutos de
oscuridad, por lo que cada hora diurna sola alcanzaba los cuarenta y
cuatro minutos; en cambio, la nocturna podía alcanzar una hora
quince minutos. En el solsticio de verano la situación era a la
inversa: la situación nocturna se reducía mientras se alargaba la
diurna. Ello suponía que la hora prima en el solsticio de invierno
abarcara entre las 7:33 y las 8:17 horas, mientras que en el
solsticio de verano discurría entre las 4:27 y las 5:42 horas.
1Plinio,
N.H., VII, 213-214
2Plinio,
ibid., 214
3Plinio,
N.H., VII, 215
4Plinio,
N.H., XXXVI, 73
5Vitrubio,
IX, 9, 5
6Petronio,
Sat., 26 y 71
7Séneca,
Apokol., II, 3
Fotografía 1: Reloj de sol en el foro antiguo de Pompeya.
Fotografía 2: Restos de los Rostra en el foro republicano de Roma
Fotografía 3: Reconstrucción de una clepsidra
Fotografía 4: Reconstrucción del inmenso reloj solar de Augusto en el Campo de Marte
Fotografía 5: Reloj de sol en el templo de Apolo de Pompeya
Muy buen artículo. Pienso que podías haber hecho referencia a que las semanas no siempre fueron de siete días. En tiempo de la república las semanas eran los nueve días entre los nundina o días de mercado.
ResponderEliminarMuchas gracias!!! Tienes razón cuando afirmas que debí haber hecho referencia también a la división de las semanas, pero como no quería que fuera muy largo, para que no resultara muy "pesado", he optado por concentrarme solo en la división horaria y excluir la división del calendario. Pero no descarto dedicarle otro artículo. Un abrazo!!!
EliminarMuy, pero que muy interesante. Desde luego eran ingeniosos. Me ha sorprendido el reloj con alarma de Vitrubio que lanzaba quijarros.
ResponderEliminar!Con lo bien que se vive sin reloj!
¡Magnífico artículo! Simplemente genial. Sine verbis.
ResponderEliminar¡Buen artículo!
ResponderEliminarExcelente muy bueno
ResponderEliminarExcelente muy bueno
ResponderEliminarMuy interesante leer las descripciones. No obstante, considero que los romanos durante su apogeo no comenzaban a contar desde la medianoche, sino que contaban solo las horas diurnas, como se puede apreciar en el reloj de Pompeya, con doce gradas, con la meridiana como hora sexta. Las nocturnas estaban divididas en vigilias de duración estimativa. Y eran doce horas, repartidas en cuatro vigilias, adoptando el sistema hebreo. Los relojes solares que comenzaban a aparecer con el clásico estilo de VI a VI, parece que comenzaron aparecer recién a partir del siglo XIV, cuando los primeros relojes mecánicos sencillos contaban las horas nocturnas. Aún así, los relojes solares se usaban para calibrar los relojes mecánicos por la exactitud de la meridiana o las XII, que fue más exacta que los relojes mecánicos hasta por lo menos el siglo XIX.
ResponderEliminarSaludos