miércoles, 22 de abril de 2015

Conocer la hora: un asunto complicado en la Antigua Roma

Los antiguos romanos dividían cada uno de los siete días de su semana en veinticuatro horas, cuyo punto de partida no era el amanecer, según la costumbre de los babilonios, o el anochecer, según la tradición de los griegos, sino a medianoche, como sucede en la actualidad. Las semejanzas entre el antiguo calendario romano y el nuestro terminan ahí: aparecidas muy tardíamente en el día romano, las “horas” latinas, si bien llevaban el mismo nombre y eran veinticuatro como las nuestras, son en verdad absolutamente distintas.
Tanto la palabra como el concepto son una invención de los griegos, derivada de la medida que, a finales del siglo V a.C., habían aprendido a hacer de las etapas del sol en su marcha por el cielo. El cuadrante solar de Meton utilizado por los atenienses consistía en una gran esfera de piedra en cuyo centro se colocaba un estilete o gnomon. En el momento en que el sol se elevaba sobre el horizonte, la sombra del estilete se proyectaba en la concavidad del hemisferio orientado hacia el cenit y en él trazaba, en situación invertida, la paralela diurna del sol. Cuatro veces al año, en los equinoccios y solsticios, marcaban mediante una incisión en la piedra el desplazamiento de la sombra proyectada por la aguja, y como la curva trazada en el equinoccio de otoño coincidía con la del equinoccio de primavera, finalmente se obtenian tres líneas concéntricas, cada una de las cuales estaba dividida en doce partes iguales. Se unían entonces los puntos correspondientes de las tres paralelas por medio de las doce líneas que, de forma progresiva, se iban sucediendo para poder obtener las doce horas que señalaban el curso del sol a lo largo del año, de ahí su nombre de “cuentahoras” o ωρολόγιον, palabra que en latín -horologium (reloj)- conservó el sentido y la forma del vocablo griego.
Siguiendo el ejemplo de Atenas, las otras ciudades helénicas también tuvieron su “reloj”, puesto que sus astrónomos fueron capaces de adaptar el principio de este invento a la latitud de cada una de ellas. En efecto, el recorrido diario del sol variaba según el lugar, y la longitud de la sombra que el estilete o gnomon reflejaba en su polos o esfera de piedra, lógicamente difería de una ciudad a otra. Así, la altura del estilete en Alejandría era de tres quinto, mientras que en Atenas era de tres cuartos. En Tarento casi alcanzaba los nueve onzavos; en Roma, los ocho novenos. Sería preciso construir tantos cuadrantes como ciudades había. Los romanos fueron sin duda los últimos en darse cuenta de esta necesidad. Como no sintieron la urgencia de contar las horas hasta dos siglos después de los atenienses, les costó cien años lograr hacerlo con exactitud.
A finales del siglo IV a.C., los romanos aún dividían su día en sólo dos partes: antes del mediodía y después del mediodía. Naturalmente el gran problema estaba en señalar con exactitud ese momento. Un heraldo del consulado se encargaba de mantenerse muy atento para, tan pronto como lo percibía, anunciarlo al pueblo. Éste estaba obligado a interrumpir sus quehaceres en el foro ante la señal de dicho heraldo y los litigantes a acudir al tribunal antes de la hora convenida si querían que cualquier causa fuera admitida. Como el heraldo debía cumplir su tarea cuando los rayos del sol se hallaban “entre los rostra y la graecostasis”, no cabe duda de que sus funciones venían de antiguo; pues no podían hablar de rostra o espolones de los navíos capturados antes de que éstos adornaran la tribuna de los oradores como trofeo de la victoria naval lograda por C.Duilius en el año 338 a.C.. Tampoco se podía hablar de graecostasis, pabellón destinado a recibir a los embajadores griegos, antes de que apareciera la primera delegación, enviada al Senado por Demetrios Poliorcetes hacia el año 306 a.C.
Ya en tiempos de la guerra contra Pirro, se había hecho un ligero progreso en la subdivisión de cada una de las mitades del día en otras dos partes: la mañana y el premediodía (mane y ante meridiem) y la tarde y la noche (de meridie y suprema). Pero no será hasta inicios de la primera guerra púnica, en el año 263 a.C., cuando el horologium y sus horas llegaran por fin a la Urbs1. Un cónsul de esta época, M.Valerius Messalla, halló entre el botón que se había llevado de Sicilia el cuadrante solar de Catania y lo hizo montar tal como estaba en el Comitium; de este modo, durante algo más de tres generaciones, los romanos tuvieron el horario disparatado que las líneas trazadas sobre un polos de otra latitud les marcaban. A pesar de la afirmación de Plinio el Viejo, según la cual los romanos se dejaron guiar ciegamente por su horario durante noventa y nueve años, no podemos dejar de pensar que, una vez apreciadas las diferencias entre las horas marcadas y el recorrido del sol, debieron de hacer caso omiso al reloj de sol de Messalla y continuar guiándose, como si nunca hubiera existido, por la proyección del sol sobre los monumentos de la ciudad.
No sería hasta el año 164 a.C., gracias a la generosidad de Q. Marcius Philippus, que los romanos contaran con un “reloj” expresamente realizado para ellos y, por tanto, casi exacto, lo que al parecer tomaron como un gran acontecimiento2. A partir de que las legiones combatieran en territorio griego primero contra Filipo V, más tarde contra los partidarios de Antíoco de Siria y, finalmente, contra el rey Perseo, se fueron familiarizando contra las adquisiciones arrebatadas a sus enemigos, y sin duda comenzaron a entender las ventajas de un horario menos incierto del que hasta ese momento habían tenido. Los romanos se sintieron felices cuando se instaló en su patria; así que para ser merecedores de una gratitud igual a la demostrada a Marcius Philippus, sus sucesores en la censura, P. Cornelius Sicipio Nasica y M.Popilius Laenas, en el año 159 a.C., completaron su iniciativa instalando junto al reloj de sol uno de agua destinado a suplir su servicio durante la noche y los días de niebla3.
Hacia más de cien años que los alejandrinos utilizaban los que los romanos llamarían horologium ex aquae inventado por Ctesibius, basándose en la antigua clepsidra, para prevenir los inevitables fallos de la antigua clepsidra. El mecanismo del instrumento no podría ser más simple. Imaginemos en primer lugar la clepsidra, es decir, una vasija transparente colocada en la esfera solar a la que con regularidad llegaba siempre el mismo caudal de agua. Cuando el gnomon proyectaba su sombra sobre la cuerva del polos, solamente había que marcar el nivel que en ese momento tenía el agua en la pared externa del recipiente. Cuando la sombra llegaba a la siguiente cueva del polos, se hacía una nueva señal, y así continuamente hasta que los doce niveles señalado indicaban las doce horas del día elegido para la experiencia. Una vez hecho esto, sólo había que dar a la clepsidra una forma cilíndrica y luego marcar, del mes de enero a diciembre, doce verticales que correspondían con los doce meses del año. Después se anotaban en cada una de ellas los doce niveles horarios señalados en un mismo día de cada mes. Finalmente se procedía a unir con una curva las señales horarias puntuadas en las verticales mensuales para saber en cada instante, según el nivel del agua señalado en la vertical de cada mes en curso, la hora del día que, por poco que el sol hubiera asomado, la aguja había proyectado sobre la esfera del reloj.
El reloj de agua, basado en el del sol, permitía prescindir de éste cuando era necesario, y mediante una sencilla inversión de la lectura de las verticales mensuales, también ofrecía la posibilidad de aplicar el mecanismo a las horas nocturnas. Pronto su empleo se generalizaría pronto en Roma. El principio del cuadrante solar empezó a aplicarse a mecanismos de grandiosas proporciones, como el obelisco de Montecitorio erigido en el Campo de Marte por Augusto en el año 10 a.C., cuya sombra gigante marcaría todas las horas diurnas de los romanos sobre unas líneas de bronce situadas en el pavimento de mármol que le servía de esfera4.
De igual modo, se aplicó a dispositivos de dimensiones más restringidas. Así le llegó a los solaria, esferas de bolsillo minúsculas que hacían el mismo servicio que nuestros relojes de pulsera, algunos de ellos de apenas tres centímetros. Por otra parte, en los edificios públicos de la Urbs, así como en las casas particulares de los romanos más ricos, empezaron a instalarse relojes de agua cada vez más perfectos. En el gobierno de Augusto, los clepsydrarii y organarii rivalizaban en la fabricación y ornamentación de todos sus accesorios; así, los horologia ex aqua descritos por Vitrubio tenían mecanismos de alarma automática que, a cada cambio de hora, lanzaba al aire guijarros o emitían un sonido de emergencia5
Durante la segunda mitad del siglo I y todo el siglo II, su fama solo hizo aumentar, convirtiéndose el reloj de agua en un signo evidente de posición y distinción en la Roma de Trajano. En la novela de Petronio, donde se nos presenta a Trimalción como un “hombre a la moda”, o lautissimus homo, los personajes ponen de manifiesto la profunda admiración que les causa en su casa: ¿No tiene “en el comedor un reloj que hace sonar el corno con la expresa intención de que, al escucharlo, todos sepan el pedazo de vida que han perdido”? Trimalción está tan encaprichado de su reloj que pretende llevárselo al otro mundo; así, en su testamento expresa la voluntad de que sus herederos construyan un lujoso mausoleo, de cien pies (30 m.) de fachada y el doble de profundidad “con un reloj en su centro, a fin de que nadie pueda mirar la hora sin verse obligado a leer su nombre”6. No podríamos entender este singular deseo de posteridad si los contemporáneos de Trimalción no hubieran estado habituados a consultar la hora con frecuencia; evidentemente, la división horaria ya formaba parte de sus costumbres. Sin embargo, sería un gran error pensar que los romanos vivían constantemente pendientes del gnomon, de sus esferas o de las alarmas de las clepsidras, de la misma forma que hoy estamos pendientes de nuestros relojes, puesto que sus mecanismos no tenían ni la precisión ni la constancia de los nuestros.
En primer lugar, el ajuste entre el gnomon y el reloj de agua no era en absoluto exacto. La fidelidad del primero estaba en función de su adaptación a la latitud del lugar. En cuanto al segundo está claro que las mediciones confundían los distintos días del mes, ya que el sol no los iluminaba a todos por igual y los fabricantes no podían impedir nunca ciertas oscilaciones falsas al intentar ajustar ambos mecanismos. Por tanto, es lógico que cuando alguien preguntara la hora, recibiera varias respuestas distintas, pues, como dice Séneca, en Roma era imposible saber la hora con exactitud: era más fácil ajustar las distintas filosofías que los relojes7. Así pues, la hora romana no logró jamás ser más que una mera aproximación.
En segundo lugar, se trataba de un concepto continuamente móvil y hasta cierto punto contradictorio. En un principio las horas habían sido calculadas para la jornada diurna. Cuando el reloj de agua hizo posible el cálculo de las horas nocturnas, no hubo tampoco un criterio uniforme. Los horologia ex aqua por definición debían reponerse, es decir, se vaciaban por la mañana y por la noche. De ahí el desfase entre el día oficial, que se iniciaba a partir de la medianoche, y el día natural, que se dividía en doce horas diurnas y nocturnas.
Y eso no es todo. Mientras que nuestras horas se componen de sesenta minutos, cada uno de los cuales se divide en sesenta segundos, la ausencia de división de las horas romanas hacia que cada una de ellas comprendiera el intervalo situado entre la anterior y la siguiente, sin ninguna otra especificación. Y este intervalo, en lugar de ser inmutable,se dilataba o se reducía según la época del año, el momento del día o la presencia o ausencia de luz. Las doce horas del día se repartían en el gnomon entre el amanecer y el crepúsculo y las doce horas de la noche, entre el crepúsculo y el amanecer; así pues, unas y otras iban aumentando o disminuyendo en sentido contrario según las estaciones, logrando ser idénticas sólo dos veces al año: en los equinoccios. Antes y después de los equinoccios, progresaban en sentido inverso hasta la llegada de los solsticios, momento en que su disparidad era mayor. En el solsticio de invierno (25 de diciembre), había ocho horas cincuenta y cuatro minutos de luz solar frente a las quince horas seis minutos de oscuridad, por lo que cada hora diurna sola alcanzaba los cuarenta y cuatro minutos; en cambio, la nocturna podía alcanzar una hora quince minutos. En el solsticio de verano la situación era a la inversa: la situación nocturna se reducía mientras se alargaba la diurna. Ello suponía que la hora prima en el solsticio de invierno abarcara entre las 7:33 y las 8:17 horas, mientras que en el solsticio de verano discurría entre las 4:27 y las 5:42 horas.

1Plinio, N.H., VII, 213-214
2Plinio, ibid., 214
3Plinio, N.H., VII, 215
4Plinio, N.H., XXXVI, 73
5Vitrubio, IX, 9, 5
6Petronio, Sat., 26 y 71

7Séneca, Apokol., II, 3

Fotografía 1: Reloj de sol en el foro antiguo de Pompeya.
Fotografía 2: Restos de los Rostra en el foro republicano de Roma
Fotografía 3: Reconstrucción de una clepsidra
Fotografía 4: Reconstrucción del inmenso reloj solar de Augusto en el Campo de Marte
Fotografía 5: Reloj de sol en el templo de Apolo de Pompeya

8 comentarios:

  1. Muy buen artículo. Pienso que podías haber hecho referencia a que las semanas no siempre fueron de siete días. En tiempo de la república las semanas eran los nueve días entre los nundina o días de mercado.

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    1. Muchas gracias!!! Tienes razón cuando afirmas que debí haber hecho referencia también a la división de las semanas, pero como no quería que fuera muy largo, para que no resultara muy "pesado", he optado por concentrarme solo en la división horaria y excluir la división del calendario. Pero no descarto dedicarle otro artículo. Un abrazo!!!

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  2. Muy, pero que muy interesante. Desde luego eran ingeniosos. Me ha sorprendido el reloj con alarma de Vitrubio que lanzaba quijarros.
    !Con lo bien que se vive sin reloj!

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  3. ¡Magnífico artículo! Simplemente genial. Sine verbis.

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  4. Muy interesante leer las descripciones. No obstante, considero que los romanos durante su apogeo no comenzaban a contar desde la medianoche, sino que contaban solo las horas diurnas, como se puede apreciar en el reloj de Pompeya, con doce gradas, con la meridiana como hora sexta. Las nocturnas estaban divididas en vigilias de duración estimativa. Y eran doce horas, repartidas en cuatro vigilias, adoptando el sistema hebreo. Los relojes solares que comenzaban a aparecer con el clásico estilo de VI a VI, parece que comenzaron aparecer recién a partir del siglo XIV, cuando los primeros relojes mecánicos sencillos contaban las horas nocturnas. Aún así, los relojes solares se usaban para calibrar los relojes mecánicos por la exactitud de la meridiana o las XII, que fue más exacta que los relojes mecánicos hasta por lo menos el siglo XIX.
    Saludos

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