viernes, 5 de junio de 2015

Yo, Claudia Livila (XXX)

Sabía que no funcionaría... Mi instinto, enloquecido y aterrado, me gritaba que protegiera a mi Julia, mi bien, ¡mi vida!, acurrucándola contra mi regazo como cuando era aún, no hace mucho, una tierna niña. Pero Agripina ¡maldita arpía! insistía, y ante mi enemiga no podía rebelar mis debilidades como madre, ni los temores y las inseguridades de mi hija. Tuve, impotente y angustiada, que permitir que, de mi lado, reticente se alejara y, como una inocente novilla inmaculada, fuera conducida cabizbaja al diván de su sacrificio, durante el banquete de celebración del falso triunfo germano de su tío, donde su aborrecible primo Nerón la esperaba para tratarla como poco menos que una cautiva o una esclava. Aquel consentido malcriado daba por ganada la guerra sin librar batalla alguna ni molestarse siquiera en estudiarla y entenderla y así trataba a mi Julia como simple mercancía y pertenencia. Bravuconada tras bravuconada, chulería y bravatas supremas, fanfarronadas mal disfrazadas de un soldado cobarde que jamás ha marchado a la guerra y prefiere además mantenerse como sea alejado de ella, robando la gloria ajena, pretendía estúpidamente deslumbrar a mi niña con las medallas que no tenía, ni tendría, ni merecía. Con adolescentes tontas, tan solo preocupadas por coloridas cintas, telas caras y pedrerías falsas, quizás sus mentiras funcionaran, pero no con mi cultivada, delicada, e inteligente niña... ¡Con cuánto estrépito fracasaba! Y ni siquiera le importaba, ajeno por completo al sentir de mi hija, a esos pequeños gestos que delatan más que las palabras y permiten conocer los oscuros secretos que toda mujer se guarda: la incomodidad de su espalda, los dedos que impacientes jugueteaban, los ojos que aburridos vagaban por la sala buscando una salida, o la máscara pétrea que le sonreía fría y falsa... ¡Digna nieta de su abuela, que con humildad y modestia se resignaba, que sin aspavientos su destino aceptaba, que sus necesidades y deseos a los de la dinastía y el Estado supeditaba! Por ello en la cena no se atrevería a mostrar una mala mueca al majadero que así la importunaba con sus tonterías y con el que un día se casaría, a interrumpir con bostezos aquella sarta de heroicidades de cuya existencia dudaba, a denotar su indiferencia e impaciencia con un gesto adusto o una mueca seca, sino que, de continuo, sonreía y asentía, aunque su alma durmiera, sus oídos no oyeran, y su corazón, frustrado y desilusionado, gritara. ¡Qué orgulloso te hubieras sentido al verla..! ¡Cómo me hervía la sangre al apreciar la influencia de tus enseñanzas en ella! ¿Cuándo te dio tiempo a impartirle tus postulados tan solo destinados a la infelicidad, la soledad y la desgracia? Siempre tuve mucho cuidado en minimizar tus momentos a solas con ella para que su mente no envenenaras con ideas antiguas en el albor de la República ya muertas... ¿O acaso aquella tendencia a conceder al honor y la fama supremacía sobre la libertad y la dicha es una enfermedad virulenta que con la sangre más noble se hereda? ¡Desgraciada herencia transmitida a mi hija que a Fortuna y Venus Voluptas aniquila, por la que el sacro Himeneo te esclaviza!
Sin embargo, aún era muy niña para que por entero en ella la imagen de perfecta matrona, que ya con doce años la envenenaba, cristalizara, aún había para mí y para mi amada Julia esperanzas, pues junto a tus férreas y caducas doctrinas mi pequeña había escuchado los ideales de aquella Roma libertaria que despierta y se despedaza, o tan solo era la inocencia infantil que jugaba a engañarla con finales felices y noches plácidas que solo en los cuentos pasan. Con maestría, con alguna programada caricia y dos oportunas sonrisas, consiguió hablar por primera vez cuando los segundos platos se retiraban y comenzaban de nuevo la música y la danza. Hubiera sido mejor que no lo intentara... Por fin sus ojos se encendían en aquel funesto día, y sus mejillas de color se teñían, mientras sus labios desgranaban los textos que tanto amaba y los autores que mucho más que a los dioses ella idolatraba, los cálculos y experimentos que a ella y a sus maestros griegos tanto divertían, las filosofías que nutrían sus largas meditaciones y degeneraban con su tío Claudio en intensas e incomprensibles discusiones que daban aliento a elevados pensamientos que recogía en escondidos pergaminos a lo largo del día, o aquellos poemas que en días más superficiales y vanos adornaba con sonrisas mientras los recitaba al son de las pesas del telar y del arpa. Por unos instantes me vi transportada a esos felices días que aquellos versos se trazaron en las misivas que a escondidas de Póstumo recibía, cuando Julia todavía a salvo en mi vientre saltaba, bailaba y reía, y no pude dejar de preguntarme si mi amante también había dejado huella de aquella forma en mi niña... Aquel, madre, es aún hoy el mayor tesoro que mi hija atesora, y se lo ofreció a aquel estúpido presuntuoso sin reservas, sencilla, franca, humilde, modesta, mostrando su corazón a pecho abierto con el único objetivo de asentar sobre sus pedazos los firmes cimientos de una convivencia pacífica moldeada a base de comprensión, respeto y mutua estima, ya que era obvio incluso para ella que no podía aspirar a nada más que aquel triste espejismo de dicha doméstica. Pero su supremo esfuerzo, su sacrificio incruento, fue tan solo respondido con la burla, y Nerón correspondió a la inmolación de mi hija con la indiferencia, con la ignorancia qué, como única defensa y escondite, muestra hiriente desprecio y responde humillando a quién muestra mucho más conocimiento y mayor inteligencia para no aceptar que se carece de interés por ellos. Destrozada y horrorizada al ser consciente por entero de la clase de bravucón burdo y pretencioso con el que en pocos años habría de compartir su lecho, mi niña tuvo el acierto de no dar a Agripina el triunfo de ver el daño que nos había hecho, de dejar sus sentimientos al descubierto para que cualquier se valiera de ellos, y recogiendo los trozos informes de sus ilusiones y sus sueños, argumentó que se encontraba indispuesta, y discretamente se retiró de la cena. Aquella noche habría de recoger sus lágrimas hasta quedar dormida como cuando los truenos la aterraban y descalza corría a buscar refugio en mi cama. Pero en aquel momento no pude más que seguirla afligida y furiosa con la mirada y delatar ante Elio Sejano mi debilidad más clara.
Ni sus caricias consiguieron calmar mi furia cuando amanecía y mi boca dolía de consuelos vanos y en mi ropa aún mostraba los rastros de la desgracia y el tormento de mi hija. ¿Acaso mi sacrificio no bastaba? Por razones de Estado y por la dinastía había sido entregada en su día a los brazos de Cayo y profanaba más tarde por Druso Cástor, ¿por qué ese tenía que ser también el destino de mi única hija? Mi infelicidad, mi soledad, mis noches vacías, mis sombríos días, mis sueños destrozados, mis deseos quebrados, mis sufrimientos y mis renuncias... entonces, ¿de qué servían? ¿Tampoco podría salvar a mi niña? Sejano logró controlar mi mano antes de que, indignada y ciega, destrozara el cuarto, y besó cada uno de mis nudillos mientras meditaba con acierto las palabras que desde hacia tiempo luchaban por salir de su pecho. Sí, madre, fue el prefecto pretoriano el primero en plantearlo, pero era algo que yo ya sospechara y al mismo tiempo temía. Habría que elegir: Germánico o mi hija... Horrorizada, le dije que no podía, ni tampoco debía, ni necesidad ni siquiera había. En aquella turba de pretenciosos y arrogantes ingratos en nada reconocía de los Claudios la noble sangre y semilla, sino que de forma clara se mostraban envenenados por el torrente Julio de errores, flaquezas, estupideces y vicios; por tanto, no los reconocía como mi familia. Nerón, Druso, Calígula... tan solo eran para mí los hijos de Agripina, el mal que corroía Roma amenazando la grandeza del Imperio y el futuro de mi dinastía y de mi hija. Debía.. si, si... ¡debía!... terminar el trabajo que iniciara el divino Augusto en su día, del corazón de esta ciudad perdida extirpar sin miramientos ni ningún cuidado la sangre maldita que sembraba enfermedades y revoluciones en el populacho y el Senado, ¡borrarla de la memoria y por fin arrojarla a los anaqueles olvidados de la Historia!... Sejano abiertamente sonreía. Me sentó en su regazo y hundió su rostro en mi cuello mientras me susurraba que, si estaba tan decidida a poner fin a los últimos descendientes de la infecta familia, debía cortar el pilar maestro que firmemente la sostenía: Germánico... Sin Germánico para protegerla y contenerla, se tambalearía y caería. Pero yo no podía, ¡no podía!... Mi segundo padre, mi hermano, ¡mi amado hermano!... Y, no obstante, debía. Sejano tenía razón: la caída de Germánico causaría el derrumbe de Nerón y Agripina, daría por fin la libertad a mi hija... ¡Mi hija! ¿Acaso no se lo prometí junto a su cuna un lejano día? ¿Acaso iba a permitir nuevas lágrimas cuando estaba en mi mano impedirlas?... Sejano me abrazaba. Me dijo que no tenía porque sufrir, que no tenía porqué temer, que tampoco tenía porqué saber... pero que, llegado el momento, no lo culpara, no lo rechazara, no lo odiara... había sido por mi bien y por el de mi niña. Rompí a llorar mientras temblaba, pues ese amanecer supe por primera vez que para Tiberio los días de mi hermano ya se descontaban, que ya no soportaría más tiempo la envidia que por su sobrino e hijo adoptivo le corroía, el amor que le profesaba el pueblo, la falsa fama que se le atribuía que eclipsaba la suya bien merecida. Aquel amanecer lloré y temblé, pero también callé... ¡Era Germánico o mi niña! ¡¡Germánico o mi hija!! ¿Acaso por ella no sacrifiqué a Póstumo? ¿Por qué no también a mi hermano?
Sin embargo me resistía y hubo un tiempo que aún creía que le salvaría. El propio Germánico parecía consciente del peligro y su inminente caída, por eso vino a verme apenas transcurridos dos días de la celebración de su falso triunfo. Sabía que mi ira no había disminuido con sus tiernas misivas ni con el tiempo y consideraba que aún no había en mi corazón para el perdón cabida, pero era ya público y notorio el favor del que gozaba en el ánimo reseco de Tiberio y necesitaba mi consejo. A pesar de los honores públicos tributados por su pésima actuación en el Norte y el ademán afectuoso y satisfecho del que Tiberio por él había hecho gala con mucho ensayo y un mayor esfuerzo, mi hermano, como tú incapacitado por siempre para la perspicacia y la desconfianza, había con todo notado la frialdad y la decepción en su mirada. Germánico, nacido tan solo para servir a Roma, no podía concebir su existencia sin el beneplácito y el favor del César. Yo, que me había sido concedido tras una década el respeto del Imperator, quizás podría ayudarlo a calmar su ira, una furia que no entendía: ¿Acaso tras la muerte del divino Augusto no había rechazado el poder imperial y defendido la posición de Tiberio cuando legiones enteras habían vacilado? ¿No había sangrado en Germania en cumplimiento de sus órdenes? ¿No se había mostrado siempre leal, fiel y obediente?... Le observé largo rato, indecisa, y él soportó mi escrutinio. ¿Aún podía salvarlo?, me repetía, ¿aún podía revertir la condena que ya pesaba sobre su cabeza? Agaché la cabeza, rendida: nunca había podido proteger a quienes amara, y uno a uno, los había entregado a la crueldad de la casa de los Césares: Julia, Julila, Cayo, Lucio, Póstumo, yo misma. ¿Me sería al menos concedido salvar al mismo tiempo a Germánico y a mi hija? ¿O el sacrificio de uno era necesario para preservar al contrario? ¿Podría eliminar a Agripina sin necesidad de eliminar también a Germánico? Aunque dudara, al menos tenía que intentarlo...  "Tu bondad, hermano", susurré al fin, "encierra algo de cruel y de injusto, ¿Habré de ser yo quién te lo diga? ¿Acaso no es suficientemente grande la brecha que nos separa? Agripina, Germánico. Agripina. El odio del César no recae en ti, sino en la mujer que tienes por compañera. Tu duermes con ella, no es necesario que te hable de su ambición y su soberbia, de los crímenes a los que acusa desvergonzada al mismo César, del poder que erróneamente cree ser única heredera. Quieres mi consejo: divórciate a ella. No hay mujer más odiosa para el César que Agripina sobre la tierra. El repudio te devolvería el favor que ansias. Ya te ha dado suficientes hijos para continuar nuestro nombre y linaje. ¿para qué mas la necesitas? Conservala contigo y te perderás con ella. Piensa en tus hijos: si la madre le es odiosa, ¿correrá mejor suerte su descendencia? Aléjate de ella, olvídala, toma mañana otra esposa" Germánico negó con la cabeza. Ni siquiera lo pensó. No lo haría. Su honor no no se lo permitía. No me negó cuando dijera, mejor que nadie lo sabía. Cogí su mano entre las mías: insistí, insistí, pero su determinación no cedió. Con lágrimas en los ojos, le rogué que, si se empeñaba en persistir en su locura, rompiera el compromiso entre Nerón y mi hija, que salvará a mi bien y mi vida de despeñarse en su caída. "Si he de perderte, hermano, déjame al menos a mi niña"

*Fotografía 1: "Vieja, vieja historia", John William Godward
*Fotografía 2, 3 y 4: "Silencio elocuente", "No me preguntes más" y "Cortejo", Lawrence Alma-Tadema

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