La reacción de Sila,
ante el decreto popular que lo relevaba de su mando en Oriente -ver artículo anterior Livio Druso, Sulpicio Rufo y la cuestión de los aliados itálicos-,
constituye, sin duda alguna, uno de los hitos fundamentales en la
historia de la República romana. Gracias a las reformas de Mario, que había
iniciado la profesionalización del ejército romano y dado lugar a
las relaciones de clientela entre el general y sus soldados -ver artículo anterior Cayo Mario y los "populares"-,
pudo Sila persuadir a sus cinco legiones, aproximadamente unos
treinta mil hombres, de que marcharan contra Roma y contra el propio
Mario, que entonces no poseía ninguna legión a su mando. Y así la ciudad
fue ocupada por el ejército de Sila.
Era la primera vez que
un ciudadano de Roma marchaba contra su propia ciudad, y, sin
embargo, no sería el último. Con su acción, Sila no solamente
transformó definitivamente al ejército en un factor político, en
un instrumento de enorme importancia en el desarrollo posterior de
los acontecimientos, sino que, además, convirtió en mera farsa
legal a la constitución que él mismo, más tarde, intentaría en
balde fortalecer y proteger, porque, a partir de este momento, la ley
del más fuerte sería el factor decisivo de la vida del Estado
romano: ya no se hablará tanto de las factiones de los
optimates y los populares, como de partidarios de Sila,
de Mario, de Pompeyo, de César...
De momento, Sila era el
dueño absoluto de Roma, aunque solamente tuvo tiempo de imponerse
con leves medidas de urgencia, por que la situación en Oriente
empeoraba por momentos, exigiendo un inmediato traslado de sus
legiones a Asia. Entre dichas medidas destacan que lograra que el
Senado aboliera las propuestas legislativas de Sulpicio Rufo, que el
tribuno, junto a Mario, y algunos de sus más destacados partidarios
fueran declarados como enemigos públicos, y que la capacidad
legislativa de la comitia tributa fuera transmitida a la
comitia centuriata, que la oligarquía podía manipular con
más facilidad. Todas sus medidas, por tanto, se dirigían a devolver
su autoridad al Senado de Roma; y justo por ello, porque era un
optimate, y con sus decisiones se había erigido en defensor
del orden tradicional, no pudo manipular las elecciones, e impedir
que, para el año 87 a.C. fuera elegido como cónsul, junto al
optimate Cayo Octavio, Lucio Cornelio Cinna, un popular
con claras simpatías por Mario. Sila sólo pudo exigirles a ambos
que juraran respetar las leyes, y partió hacia Asia.
Pero Cinna no respetó
ese juramento, y todo volvió a la situación anterior al golpe de
Estado cuando el nuevo cónsul resucitó las propuestas de Sulpicio Rufo exigiendo, además, la concesión de una amnistía para los
exiliados. Octavio, apoyado por la mayoría del Senado, le expulsó
de Roma, y le desposeyó de su magistratura. La respuesta del ex
cónsul no se hizo esperar: Cinna utilizó los mismos métodos que
Sila, y, por segunda vez en menos de un año, Roma fue ocupada por
sus propias legiones. Para entonces, las fuerzas de Cinna habían
crecido con el apoyo de algunas comunidades itálicas -cuyas
reivindicaciones había apoyado al intentar resucitar la legislación
de Sulpicio Rufo- y por los exiliados de Sila, entre ellos Mario, hasta
ese momento exiliado en África, quién llegaría a reclutar una legión de esclavos
en Etruria. La entrada de Cinna y Mario en Roma, a finales del 87,
estuvo acompañada por la matanza de quienes se les habían opuesto.
Ambos se hicieron elegir cónsules para el año 86, pero la muerte
repentina del general dejó a Lucio Cornelio Cinna como dueño
absoluto de la situación.
Durante tres años (del
86 al 84), Cinna se hizo elegir, ininterrumpidamente, como cónsul, y
en estos tres años intentó fortalecer su posición, tomando medidas
que contentaran a los distintos grupos que le habían apoyado y
preparándose para el regreso de Sila de Asia. Éste, tras varias
victorias, con las que logró reconquistar los territorios
conquistados por Mitrídates y reducirle, de nuevo, a su reino del
Ponto, le obligó a firmar una apresurada paz en Dárdanos, pues
“Sila, preocupado por sus enemigos en Italia deseaba regresar
pronto a casa”1,
es decir: sacrificó la seguridad exterior de la República a sus
intereses personales. Sin embargo, no se marchó de inmediato: antes
de ello, sometió a Asia -provincia romana que había apoyado a
Mitrídates VI- a enormes impuestos, y dejó que sus soldados la
saquearan; así, Sila logró los recursos necesarios para financiar
una nueva guerra y garantizarse la fidelidad de su ejército, con el
que, en el 83 a.C., se dispuso a invadir Italia.
Sila, además, preparó
su retorno con una inteligente campaña de propaganda, con la que se
atrajo a un buen sector del Senado. Algunos senadores, incluso,
reunieron tropas adictas entre su clientela, y las pusieron a su
servicio; tal fue el caso de dos futuros triunviros, Cneo Pompeyo,
hijo de Estrabón, y Marco Licinio Craso. Cinna y su colega en el
consulado de aquel año, Papirio Carbón, se hallaron por tanto con
grandes dificultades para defender Italia. Sila no sólo contaba con
un gran ejército, si no que, además, las propias tropas de Cinna se
amotinaron, asesinándole, y las que permanecieron leales a
Papirio, y a los cónsules que le sucedieron, fueron incapaces de
detener el avance de Sila, tras que desembarcara en Brindisi en el
83. Un año después, Sila era, de nuevo, el dueño del Estado.
Para legalizar su
posición, sin precedentes en la historia de la República romana, y
para dar a Roma un gobierno legal tras la muerte de los dos cónsules,
Sila obligó al Senado a elegirle como dictador, una magistratura de
carácter extraordinario que había caído completamente en desuso
ciento veinte años antes, tras finalizar la Segunda Guerra Púnica
(218-201 a.C.). Pero la dictadura de Sila supuso un cambio en la
estructura del cargo, pues suprimió la tradicional limitación
temporal a seis meses y redefinió sus competencias: utilizada antes
para superar las crisis militares, se destinó, ahora, para la
promulgación de leyes y la reorganización del Estado. Y eso fue lo
que hizo Sila.
Todas sus medidas
estuvieron orientadas, como optimate que era, a aumentar y a
fortalecer el poder del Senado, que durante los conflictos civiles
había quedado reducido a la mitad de sus miembros, y había sufrido
una pérdida progresiva de autoridad. Por ello, Sila empezó por
elevar el número de los senadores a seiscientos, duplicando su
número tradicional; después, devolvió al Senado el control
exclusivo de los tribunales, como paso previo para una reorganización
del aparato judicial, que dio lugar al primer derecho penal de la
historia de Roma. En cuanto a las magistraturas Sila estableció el
orden en que debían conseguirse los cargos, la edad mínima y el
período de tiempo que debía pasar antes de que, finalizado uno de
los cargos, se pudiera optar al siguiente. Debido al incremento de
las competencias del Senado, se elevó a ocho el número de pretores
y a veinte la cantidad de cuestores. El tribunado de la plebe, que
tanto había amenazado anteriormente a la oligarquía, fue sometido a
una drástica reducción de sus poderes: volvió a necesitarse la
autorización senatorial para aprobarse toda propuesta de ley
tribunicia, pero, sobre todo, ejercer el tribunado impedía optar a
cualquier otra magistratura. En las provincias, intentó proteger al
Senado de la formación de poderes personales y de la amenaza de
ejércitos personales; para ello, estableció que los dos cónsules y
los ocho pretores cumplirían su cargo anual en Roma y que sólo
después, como procónsules o propretores, dirigirían el gobierno de
una provincia; así mismo, restringió la capacidad de maniobra de
estos gobernadores de provincias, prohibiéndoles la entrada en
Italia (cuya frontera señalaba el Rubicón) con sus tropas y
traspasar el límite de su provincia sin autorización del Senado.
Pero, si por algo se
conoce a Sila no es tanto por su gran reforma legislativa, como por
ser inventor de la proscripción. En principio, el término solamente
significaba que algo, en este caso una lista de nombres, era copiado
y expuesto en público; pero con Sila, aquellas proscripciones se
convirtieron en listas de enemigos de su régimen: cualquiera que
apareciera en ellas podía ser asesinado con total impunidad; quedaba
fijado un precio por su cabeza, ellos y sus descendientes perdían la
ciudadanía romana y sus propiedades eran confiscadas para ser
subastadas a bajo precio, proporcionando unos grandes beneficios a
los partidarios del dictador;“hasta que Sila no hubo logrado que
sus partidarios rebosasen riqueza, no se puso fin a la masacre”2.
“Sin embargo, su obra
constitucional no pudo eliminar las causas profundas de la crisis
política y la crisis social que estaba destruyendo la República. Y,
de esas crisis, Sila era precisamente uno de los factores esenciales.
Devolvió a una oligarquía, incapaz de hacer frente a los problemas
del Imperio, el control del Estado, pero no logró atajar el problema
fundamental: los personalismos y ambiciones individuales de poder.
Por ello, no dejaría de pesar nunca sobre la república el peligro
de una nueva dictadura militar, que el propio Sila había dado a
conocer”3.
Sila realizó su obra
en apenas dos años, tras los cuales tomó la sorprendente decisión
de deponer su dictadura, a comienzos del 79. Falleció al año
siguiente. Su muerte abre un período de treinta años, en los que la
república oligárquica se transformó lentamente en una autocracia
de carácter militar.
1
Tom Holland, Rubicón, página 107.
2
Cf. Salustio, La conspiración de Catilina, 51.
3
Roldán, Historia de Roma, página 214.
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*Fotografía 1: Supuesto retrato de Lucio Cornelio Sila en la Glyptothek de Munich
*Fotografía 2: El emperador Tiberio como cónsul, en el Museo del Louvre
*Fotografía 3: La ciudad de Roma durante los tiempos de la República. .Grabado de Friedich Polack, 1896
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*Fotografía 1: Supuesto retrato de Lucio Cornelio Sila en la Glyptothek de Munich
*Fotografía 2: El emperador Tiberio como cónsul, en el Museo del Louvre
*Fotografía 3: La ciudad de Roma durante los tiempos de la República. .Grabado de Friedich Polack, 1896
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