Y al verle alejarse así, ¿puedes creerlo?, sentí algo abrirse en mi pecho, una herida antigua, un profundo conocimiento, y aunque quise atribuirlos a la dolorosa semejanza de esa partida con aquella otra marcha que me haría a los dieciséis años viuda y desgraciada, y correr de inmediato a buscar en los brazos de Sejano lujuria, libertad y consuelo, hube de aceptar, atónita y confusa, que iba a echar a mi marido de menos... y antes de comprender qué estaba haciendo, insistí en acompañarlo, aunque solo fuera hasta el puerto adriático donde tomaría el barco hacia su cargo. Mi propia determinación a mi misma me extrañó, y luché contra ese sentimiento con todas las malas acciones y duras palabras que de Druso recibí en numerosos momentos. Sin embargo, pronto me rendía, y me veía riendo de las absurdas historias y torpes explicaciones que, para entretenerme, mi marido, aún sorprendido y otra vez exultante, desgranaba para mí a caballo junto a mi litera. Parecía el niño solitario y abandonado incapaz de creer su suerte cuando su madre por fin le hace caso por motivos extraños que el pequeño nunca se cuestiona porque ella por una vez le otorga lo que él tanto ansia, y aquel efecto mío tan claro sobre el poderoso comandante del Ilírico me conmovía al mismo tiempo que a mis ambiciones servía. Quizás solo así consiguiera -o al menos en los últimos años creía haber hecho avances a ese respecto- moldear a Druso a imagen y semejanza de los grandes héroes que el populacho idolatra y el Senado venera... No obstante, no era amor lo que mi marido por mí sentía, no me engaño: era necesidad de comprensión, de admiración, de halagos, y de cuidados, de sentirse imprescindible, adorado, único, estimado, valorado, poderoso y envidiado, de encontrar un hogar al que regresar cuanto el suyo en la infancia le fue negado... Administrada en su justa medida, pensaba, esa necesidad podría tornarse una virtud fuertemente constituida... Sumida aún en mis cavilaciones, pasamos la noche a bordo de la galera que al día siguiente se lo llevaría, y cuando ya anochecía, me hizo un regalo, el primero, si mal no recuerdo, desde el día aciago en que nos casáramos: un camafeo con nuestros rostros enfrentados. Le pregunté a que era debido, temiendo la forma en que me haría pagarle el obsequio. Respondió con una sonrisa que se habían cumplido ya catorce años de nuestra infausta e impuesta boda. Le observé horrorizada y atónita...
¡Catorce años! ¡¡Catorce años ya!! ¡Hécate, Juno y Venus, catorce años...! ¡Qué condena más infinita, qué castigo más largo! Y sin embargo... Las pocas alegrías y las muchas tristezas, nuestra hija, la resignación y la convivencia, el silencioso apoyo, el mutuo conocimiento fruto de la observación y la paciencia, la constatación de las numerosas limitaciones y la oculta grandeza, la repentina sorpresa al descubrir un gusto mutuo, las escasas victorias, los sueños y los planes comunes impuestos por los lazos matrimoniales, lo previsible y lo esperable, convertido por la fuerza de la costumbre en tierno y agradable, un gesto que transporta un buen recuerdo, la protección, la seguridad, el refugio, un lugar al que ambos llamábamos hogar... habían acabado haciendo mella en mi pecho y provocando el nacimiento en mi corazón de hierro de un sentimiento por Druso de permisible cariño auténtico, como el que nos inspira un amigo de hace mucho tiempo, cuyas virtudes amamos y defectos toleramos, no causando éstos la irritación de antaño, sino cierta ternura de la debilidad insolucionable que no deja de ser entrañable en cuanto porta anteriores momentos. El sentimiento recién descubierto, era hermoso, no lo niego, pero también amargo y tan patético... ¡Nadie ha compuesto odas a una simple ascua cuando es posible una hoguera portentosa! No es eso lo que debe de sentir una esposa, tan alejado de la pasión arrolladora, de la lujuria intensa, el sacrificio inmenso, la necesidad enfermiza, la ansiedad perpetua, la posesión, los celos, ¡el amor, en definitiva, auténtico! El deseo de amanecer recostada en su pecho, de dormir abrazada a su cuerpo, de no perder un momento, de experimentarlo todo, de saberlo todo, de verlo todo, ¡de perdernos! De no importar nada más que él bajo todo cuanto abarca el firmamento, de no concebir un pasado ni un mañana sin sentir su aliento, de no bastar esfuerzo para obtener una sonrisa, de no percibir secretos, el oído atento, el brazo dispuesto, el hombro para lamentos, la lengua dispuesta siempre para el consejo, el halago y el consuelo... Al lado de aquello, el cariño amorfo durante años cultivado e impuesto que Druso despertaba en mi pecho no era nada por lo que valiera la pena luchar ni perder el sueño. ¿Las mujeres que se llaman a sí mismas honradas se conforman sólo con eso? Migajas, deshechos... ¡Cuánta amargura y deseos insatisfechos hay en la fama eterna y el honor perpetuo! ¿Pueden decir que han sentido con toda la profundidad del verbo, o su corazón, destinado a redobles intensos y desbocado palpitar, no ha producido en su vida más que un mudo quejido, un oxidado lamento, un agónico estertor quedo? Esas mujeres no han vivido, y yo jamás quise eso. ¡Desgraciado Druso, que no pudo ser, ni para el Estado ni para el lecho, el hombre que yo hubiera querido! Quizás a alguna ilusa de sangre de hielo hubiera servido, pero yo, ambiciosa y orgullosa como cualquier mujer Claudia, siempre quise más de lo que se me daba, de lo obtenido, aunque fuera por medios más que ilícitos.
*Fotografías: "Miranda", "Miranda-La Tempestad", "Lamia y el Soldado", de John William Waterhouse
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