Cuando regresé a Roma no esperaba encontrarme con la tragedia, ni que la situación se hubiera degenerado tanto en mi ausencia, ni que Lucio Sejano hubiera traicionado tan rápido su promesa. Por largo tiempo, en un ejercicio de consumada oratoria, intentó demostrarme que todos aquellos hechos en nada perjudicaban a mi buen Germánico, ni dañaban su reputación, ni ponían en peligro su futuro, gloria y existencia, pero nada podía hacer contra la sangre Claudia que corre en mis venas, y le grité, casi histérica, que conocía mejor que él, aunque no lo creyera, el valor y alcance de una advertencia como aquella. De nuevo por Agripina se cernía el peligro sobre su amada cabeza, como si esa ramera se divirtiera especialmente exponiendo a mi hermano a la desgracia manifiesta. En esta ocasión, era Libón Druso la razón de la amenaza, un lejano pariente, inepto y sin provecho alguno, perteneciente a la familia de los Escribonios, la misma de la que su abuela materna un día procediera; por esta simple causa, sin otro motivo por el que el imbécil lo mereciera, ¡como si bastara para justificar su necedad e incompetencia!, había trabado profunda amistad con Germánico y ella, aunque yo siempre le viera al igual que un parásito que se alimenta de gloria y fama ajena y de su estrecha relación con estas. Y el César Tiberio era consciente de que así era. Por ello convenció al senador Firmio Cato -prefiero por toda la eternidad desconocer en qué forma- de que indujera por su íntima amistad a Libón, ¡estúpido inexperto inclinado tan solo a las cosas más inútiles!, a tramar una conspiración contra el César para ser él quién le sucediera... ¡Valiente imbécil como nunca jamás antes viera!... Envenenado por las mil promesas de los caldeos, por las ceremonias de los magos y los intérpretes de sueños, a los que él tan aficionado era -¿ves lo que te lo dijera? Tuvo lo que mereciera...- y como si eso no bastara, Cato le recordaba de continuo su supuesta noble ascendencia y le hacía creer que bastaba para justificar su pretensión a poner sus posaderas en el trono más poderoso de la tierra: ¿no era Pompeyo Magno su bisabuelo? ¿no era Escribonia, la que en otro tiempo fuera esposa del divino Augusto y madre de mi amada Julia, su tía? ¿No éramos los Césares sus primos? Con esta cantinela le empujaba a derrochar y contraer cien o mil deudas en busca de partidarios que aquella candidatura absurda sostuvieran, y no, contento, Cato, haciéndose su compañero más cercano en pasiones y apuros, poco a poco le fue implicando en más y más acusaciones, cumpliendo a la perfección el mandato del César de terminar con Libón Druso... ¿Y por que crees que Tiberio, al que tú, ¡mi propia madre!, me denunciaras, estaba tan interesado en ese despojo, en ese esperpento, en ese tipejo? No era él quién le importaba: ¡era a Agripina y Germánico, tu hijo, a quienes perseguía! ¡Era destruir su círculo de íntimos y partidarios lo que, en verdad, mi tío buscaba! ¡Tenía en su poder toda la maldita maquinaria del Estado romano para lograrlo! ¡¿Cómo esa estúpida loca llegó a creer, aunque fuera una sola vez, que podría vencerlo?! ¿No vio el peligro que sobre ella y los suyos, ¡también los míos!, se cernía por culpa de su orgullo, de su ambición, de esa lengua incansable y viperina? Firmio Cato ni siquiera necesito mucho para cumplir las órdenes dadas por el César: a las pocas semanas ya disponía de suficientes testigos y esclavos que estuvieran bien dispuestos a reconocer los mismos cargos que se le imputaban a su amo, e hizo llegar las pruebas del crimen a Tiberio por medio de un tal Flavio Vesculario, un caballero romano que más tarde forjaría una relación con el César más que estrecha a base de continuas delaciones y otros favores que es mejor que no sepas. Tiberio, para alejar de él toda sospecha -¡como si pudiera...!- y para poder en su momento presentarse incluso como víctima, distinguió a Libón con la pretura y lo incluyó raudo entre los invitados que frecuentaban el Palatino para acudir a sus frugales cenas, dejando a Fulcinio Trión, delator bien conocido por su afán de notoriedad y riqueza, la tarea de acudir ante los cónsules para acusar a Libón y pedir de inmediato la instrucción de su causa ante el mismo Senado.
El estúpido, al fin enterado de la trampa que para él se había trazado, vistió luto de inmediato, y acompañado por mujeres principales, ¡entre las que se encontraba, ¿cómo no?, Agripina! -¿que tenía esa mujer en la maldita cabeza? ¡está claro que nada de afán de conservación ni espíritu de supervivencia!-, visitó las casas de sus parientes para rogarles, pidiéndoles que le defendieran de los peligros de los tribunales; todos, alegando diversos pretextos, se niegan...todos, menos Germánico... ¡Divina Paciencia! ¡Dulce Bona Dea! ¡¿Para qué me desvivía yo por protegerle si él solo, a un mismo tiempo, afilaba el hacha del verdugo que debía cortar su insigne y hueca cabeza?! ¿Era acaso el más estúpido de los Claudios? Corrí a casa de Germánico intentado que los pretorianos no me siguieran e informaran a Sejano de lo que pretendiera. Le encontré en su despacho, repasando el largo escrito de su defensa. Sin poder reprimir ni mi desesperación ni mi ira, lo arrojé al fuego de inmediato. Mi buen hermano me miró atónito, como si de pronto ante él enloqueciera. De inmediato me arrojé a sus pies rogándole que desistiera. "¿Acaso no veía lo que Tiberio de verdad pretendía? ¿Qué de nada servía lo que hacer pretendía, porque su amigo y pariente estaba ya condenado sin la necesidad de un juicio que a muerte lo sentenciara? ¡¿Qué no era la cabeza de Libón Druso la que Tiberio ambicionaba?! ¡¿Por qué se empeñaba ciego y sordo en su inútil defensa?! ¿No veía que de aquella forma no hacía más que confirmar acerca de su traición, deslealtad y ambición desmedida las sospechas crecientes del César y darle nuevos argumentos para tramar su caída? ¿No entendía que primero perecerían los de su círculo más cercano antes de ser Agripina y él mismo condenados, como el estratega que ha de arruinar primero las defensas de una ciudad antes de tomarla al asalto y someterla? ¡¡Germánico!! ¡¡Germánico!!, le rogué envuelta en llanto, aferrada con fuerza a su pierna... ¡¡Germánico!! ¡Renuncia a tu defensa y haz regresar a Agripina! ¡Impide que siga exhibiendo su apoyo a un claro enemigo del Estado de tan pública manera! ¡O mejor: impide de nuevo que entre en esa casa! ¡Divórciate de ella en este mismo instante! ¡No habrá para nuestro tío Tiberio mayor prueba de fidelidad que esa! No se puede acusar al César de cometer el asesinato del divino Augusto, de Julia, de Póstumo, incluso de Lucio y Cayo, y poner en duda su legitimidad para tan insigne herencia, sin sufrir las consecuencias. ¡Ella está condenada, y con ella cuantos la rodean... tú puedes aún salvarte! ¡¡Repúdiala, Germánico!! Si no lo haces por ti, le dije... si no lo haces por ti, si es que tu vida acaso no te importa, ¡hazlo por tus hijos! ¿O crees que los hijos serán para el César más amados que la madre? ¡Hazlo si no por ellos, ni por ti, por mí! ¡Por mí, para quién eres mucho más que un hermano! ¡Hazlo por quienes te amamos! ¡Te lo ruego, Germánico!"... Y sin embargo, madre... ¡madre!... No quiso escucharme. Conmovido, me alzó del suelo para que no continuara humillándome en balde, y me dijo que no había honor en mis palabras, en repudiar a una esposa que siempre le acompañara y renunciar a ayudar a un amigo que lo necesitaba, pero que me perdonaba mi falta por el amor que sabía yo le tenía. Le miré por un largo rato enfurecida: le respondí que más valía vivir sin honor que morir de forma indigna por una causa que no lo merecía. Se limitó a negar con la cabeza. Y entonces lo supe, madre... Supe que... ¡Oh, Magna Mater, Bona Dea, ¿por qué?!... Supe con toda certeza que... hiciera lo que hiciera... tampoco a él... al que más quería... tampoco a él le salvaría.
Aún así, por largo tiempo, me atreví a negármelo, incapaz de poder aceptarlo, de hacer frente a la tragedia que para mí suponía saber que, tarde o temprano, hiciera lo que hiciera, luchara cuanto luchara, me sacrificara o me extenuara, le perdería... por su necedad, por su locura, ¡por los estúpidos ideales que tu le inculcaste, madre! ¡Tú, tú le llevaste a la tumba! ¡Tú y Agripina! ¡Vosotras fuisteis quién le condenasteis!... ¡Vosotros fuisteis quién le empujasteis por el desfiladero mientras sólo yo intentaba salvarlo! Y aun sabiendo que estaba condenado, me negué a abandonarlo. Lo que hice fue sin duda necesario. Mi abuela Livia me instruyó también en venenos, aunque no creí que fuera nunca necesario usarlos. ¡No pretendía matarlo, puedes creerlo! ¡Él se bastaba sólo para lograrlo! Tan solo quería enfermarlo. Así no acudiría al Senado. Funcionó mejor de lo que yo había esperado y mi pobre hermano no pareció sospechar que lo había envenenado cuando acudí a cuidarlo, y con suma torpeza, fingiendo vergüenza, me disculpé por aquellas palabras mías correctas y sinceras, y reconocí que él tenía razón aunque no la tuviera. Así actuaba la falsa Livila, y más que mantener mi orgullo intacto, era necesario para su supervivencia que confiara en mí Germánico; así, como aquella vez, podría de nuevo detenerlo antes de que cometiera alguna insensatez que a la muerte lo condujera. Mientras, en el Senado, Libón, asustado y aterrado, se hizo conducir en litera y apoyándose en su hermano, tendió a Tiberio las manos, recibiendo como única respuesta la lectura de los testigos y de los cargos. Las acusaciones, he de admitirlo, eran ridículas hasta hacer de Libón persona digna de lástima: que si había consultado a los astrónomos si llegaría a tener tantas riquezas como para cubrir la Vía Apia, que si había añadido en una lista a los nombres del César y senadores anotaciones espantosas y secretas... Antes de que la sala estallara en carcajadas, se ordenó interrogar mediante tormento a los esclavos que se suponían estaban al tanto de los hechos. Y, como según un antiguo decreto del senado, se prohibía el interrogatorio cuando la vida de su dueño estaba en juego, Tiberio, astuto y autor de una nueva fórmula de derecho, mandó que fueran vendidos todos a un agente del fisco, sin duda alguna para poder interrogarlos en contra de su amo sin perjuicio del decreto. Por ello, Libón, sabiéndose condenado de antemano y por todos abandonado -¿cuanto le habría costado a Germánico también reconocerlo?-, pidió un aplazamiento y se retiró a su casa. Allí, Libón, en el mismo banquete que había dispuesto como última satisfacción, buscó desesperado quién le hiriese, cogiendo las manos de sus esclavos y poniendo en ellas la espada. Y cuando ellos, al tratar de huir, volcaron la mesa y la luz colocada sobre ella, en aquella oscuridad precursora de la muerte, ese inútil que amenazó la vida de mi hermano, se propinó por fin dos heridas en el vientre y murió desangrado. Agradecí que lo hiciera, pues Germánico se recuperaba rápido. Esa noche volví a dormir tranquila en brazos de Sejano, aunque sabía que Libón no sería el único al que Tiberio destruyera en su afán de llegar a Germánico ni la única vez que mi hermano se aprestara rápido a ser sacrificado en defensa de unos ideales y una familia que no merecían su vida.
*Fotografía 1 y 2: Detalles de "Leyendo a Homero" y "Las mujeres de Amphissa", de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 3: "El suicidio de Séneca", de Manuel Domínguez y Sánchez
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