En tres días consecutivos entraron los triunviros en Roma: primero Octaviano, después Antonio y por último Lépido, cada uno de ellos rodeado por una legión y escoltado por su propia cohorte pretoriana, los cuales no tardaron en tomar posesión de los principales puntos estratégicos de la capital. El terror se extendió rápidamente por la capital y en medio de este clima sería en el que se produciría la Lex Titia, que daba carácter legal a la usurpación del poder por parte de estos tres aliados con el nombre de "triunviros elegidos para reconstruir la república", con la inmediata posesión de su cargo, los cuales debían ejercer durante un lustro -desde noviembre del 43 a.C. hasta enero del 37 a.C.- Aquella dictadura triunviral no tardó en inaugurarse con una nueva publicación de proscripciones: 130 nuevos proscritos, a la cual se añadiría en breve otra lista de 150, y otras que no tardaron en añadirse. Se ofrecían grandes premios a los que entregasen la cabeza de un proscrito: 250.000 dracmas al hombre libre; 10.000 y la libertad, al esclavo. Al frente de la primera lista se leían los nombres de un hermano de Lépido y un tío de Antonio, lo que arrebató a los condenados toda esperanza de perdón. En poco tiempo se dio muerte a 300 senadores y 2.000 caballeros, y se hubieran producido muchas más ejecuciones si Sexto Pompeyo no se hubiera mostrado dispuesto a recoger en sus naves a todos los fugitivos. Los triunviros no tardaron en poner precio a la cabeza de Pompeyo -100.000 sestercios-; éste prometió el doble por cada proscrito salvado. Cicerón sin embargo no lograría salvarse. Abandonado por Octaviano a quién tanto había ayudado -ver artículo anterior Los primeros pasos de Octavio- al odio y la venganza de Antonio, el viejo orador, al saber que era uno de los primeros proscritos, se hizo transportar desde Tósculo, donde vivía, a su posesión de Astura, con el objetivo de embarcar hasta Macedonia; pero al llegar a Circeyo se arrepintió de su flaqueza y se hizo trasladar a Formia (Mola de Gaeta), diciendo que quería morir en aquella patria que tantas veces había salvado. No tuvo que esperar mucho: el centurión Erennio y el tribuno militar Popilio Laenas, a quién Cicerón salvó de un proceso de parricidio, descubrieron su litera cuando se encaminaba al mar y al oír sus pasos, Cicerón hizo parar a los conductores, miró altivamente a sus asesinos y presentó su cabeza a Erennio, quién se la cortó haciendo horrorizarse a sus propios soldados en diciembre de 43 a.C. Su cabeza y manos fueron expuestas en el Foro, tal como había sido costumbre durante Sila y Mario -aunque solamente él sufrió ese destino-, y Fulvia, esposa de Clodio y Antonio, ambos blanco de la encendida oratoria del viejo cónsul, llegaría a atravesar su lengua con los alfileres del pelo. Su hermano Quinto y uno de sus sobrinos no tardarían en seguirlo.
Tras los asesinatos vendrían las vejaciones y los saqueos. Necesitando los triunviros 800 millones de sestercios para llenar su caja militar, impusieron una contribución a las 1.400 matronas más ricas de Roma. Las protestas públicas de Hortensia, hija del orador Hortensio, y los rumores del pueblo, que, mudo ante las proscripciones, parecieron en cambio conmoverse ante el clamor de las mujeres, hicieron reducir a 400 el número de contribuyentes. En compensación, se decretaron otros tributos a los palomares caseros y sobre la renta de las tierras y los capitales; ante tal medida, muchos propietarios optaron por abandonar sus bienes a cambio de conservar la tercera parte de su valor, pero libre de contribución. Para colmo, al entrar Lépido y Planco en el consulado del año 42 a.C., obligaron a los ciudadanos, bajo pena de proscripción, a celebrar el año nuevo con fiestas y banquetes. Ellos mismos habían tenido la audacia, pocos meses antes, en medio de la campaña de persecuciones y asesinatos, a celebrar dos triunfos por los pequeños éxitos conseguidos en Hispania y Galia. También se decretaron nuevos honores a la memoria de César: los triunviros juraron y obligaron a jurar al pueblo que se respetarían todas sus leyes y cumplieron con su apoteosis elevándolo entre los dioses como divus Iulius. Después de aquello, Octaviano y Antonio marcharon a Oriente con el objetivo de combatir a los últimos republicanos y cesaricidas. Bruto y Casio habían aprovechado el tiempo y el respiro que los enfrentamientos entre los cesarianos le dejaran, para hacer un gran reclutamiento de tropas: en pocos meses reunieron 20 legiones. Bruto, así mismo, sometió sin esfuerzo Macedonia, Iliria y Grecia. No menores habían sido los éxitos de Casio en Asia; gracias al buen recuerdo que allí había dejado cuando formó parte de la infausta expedición de Craso a Partia, las poblaciones no tardaron en declararse a su favor y las legiones con ellas: cuando Dolabella marchó a Siria para disputarle el gobierno de aquella provincia, ya tenía él doce legiones bajo su mando. Dolabella no pudo resistir aquel despliegue de fuerzas y, cercado en Laodicea, se quitó la vida para no caer en sus manos en junio de 43 a.C. Casio pensó entonces en dirigirse a Egipto para impedir a Cleopatra socorrer con sus naves a los triunviros, pero Bruto le disuadió de ello; no obstante, no logró convencerlo también, en la conferencia que tuvo con él en Esmirna, de que marchara a Occidente para ocupar las costas griegas del mar Jónico, e impedir al enemigo su entrada en Grecia. Creyendo Casio que los triunviros aún estarían un tiempo ocupados con los problemas de la capital, y que la flota de Pompeyo bastaría para impedir a las legiones atravesar el Jónico, insistió en someter Rodas, Licia y Capadocia antes de pasar a Occidente, a fin de no dejar ningún enemigo a la espalda. Bruto cedió, de mala gana, y marchó contra Licia, mientras Casio afrontaba los otros dos frentes.
Al tiempo que Bruto y Casio daban desde Cerdeña la vuelta a Grecia, Octaviano y Antonio zarpaban desde Regio y Brindisi hacia Oriente. Habían mandado por delante ocho legiones, las cuales avanzaron hasta Filipos en Macedonia, ocupando entre los montes y el mar el estrecho camino que iba a Tracia. Ello obligó a los cesaricidas a abrir su propia vía entre rocas y selvas espesas, guiados por un príncipe del país, aliado suyo. Los cesarianos, al saber de su llegada, se retiraron para no ser sorprendidos en su aislamiento, y así Casio y Bruto pudieron llegar a Filipos y acampar a la espera de la llegada de los triunviros, que se produjo en breve: Antonio colocó su campamento frente al de Casio, y Octaviano frente a Bruto. Los dos ejércitos eran casi iguales en número: si los republicanos llevaban más caballería, los triunviros poseían mayor infantería, cuyo principal núcleo eran los veteranos. En la armada, sin embargo, había mayor desequilibrio, por contar los republicanos con un mayor número de naves, que les llevaban víveres y cerraban el mar a los enemigos. Necesitaban por tanto los triunviros actuar pronto para evitar las penalidades producto de la escasez de alimentos: así, Antonio procedió inmediatamente a abrir fosos y a construir trincheras para forzar a Casio a aceptar la batalla por temor a ver cortada su comunicación con el mar y la flota. Su objetivo se cumplió: Casio, para no quedar aislado de sus refuerzos, aceptó el combate, y sólo entonces pudo comprobarse la diferencia existente entre las tropas cesaricidas y las cesarianas. Mientras Antonio se hizo fuerte en sus trincheras para impedir el avance del enemigo, corre al asalto bajo una lluvia de flechas y llegando a la altura del enemigo, logra hacerse con el campo. Las tropas republicanas no tardaron en huir por todas partes y el mismo Casio, impotente para contenerlos, se refugia en una colina cercana donde, creyéndolo todo perdido, se suicida para no caer en manos del enemigo. En el campo de Bruto no sucedió así: viendo éste la desbandada de soldados de su aliado, y sabiendo además que Octaviano, repentinamente enfermo, había tenido que retirarse, mandó contra sus legiones a Valerio Mesala con una gran número de hombres. Valerio desbarató el ala derecha de los contrarios, penetró luego en el campo y lo tomó. Aquel mismo día la flota republicana hizo prisioneras a dos legiones cesarianas que atravesaban el mar Jónico. La batalla de los republicanos no estaba, por tanto, perdida aún. Por el contrario, los cesarianos, tras la primera jornada de Filipos, se encontraron con la temida falta de aprovisionamiento, hasta el punto de que Bruto, de haber podido contener el deseo de luchar de sus aliados, hubiera podido rendir a los cesarianos por hambre. Bruto resistió durante veinte días; pero cuando comenzó a percibir que la deserción cundía entre sus filas, que sus aliados Deyorato y Rascupolis se marchaban con sus gálatas y tracios, respectivamente, se vio obligado a dar la señal de ataque. Esta vez Octaviano si asistió a la batalla, pero sin el pronto auxilio de Antonio habría sido sin duda derrotado. El mérito de la batalla, pues, era para Antonio, Bruto marchó con sus cuatro legiones a las alturas de la parte Norte de Filipos y, viendo desde allí ocupadas las salidas por el enemigo, intentó forzar un paso; pero sus soldados, acobardados por la derrota, se negaron a obedecerle. Bruto no pudo afrontar la derrota y tras maldecir a Antonio, también él se suicidaría. Su ejemplo sería de inmediato seguido por alguno de sus compañeros, entre ellos Antistio Labeón, Livio Druso -padre de Livia, la futura esposa de Octaviano-, y Quintilio Varo; otros, entre ellos Catón, hijo del Catón caído en Útica, y L. Casio, sobrino de Casio, cayeron en la batalla. Los que sobrevivieron no tuvieron mejor suerte: perecieron como consecuencia de la venganza de los cesarianos y ni siquiera se respetaron sus cadáveres: Octaviano, por ejemplo, hizo decapitar a Bruto y mandó su cabeza a Roma para que fuera expuesta a los pies de la estatua de César. Del ejército republicano cerca de 14.000 se rindieron; los demás supervivientes se refugiaron en Stazio Murco, en Sicilia, al amparo de Sexto Pompeyo y su poderosa flota, quién sostendría durante un tiempo las esperanzas de los vencidos y retrasaría la victoria definitiva de los triunviros.
*Fotografía 1: Los tres integrantes del Segundo Triunvirato. De izquierda a derecha: Marco Antonio, el futuro Augusto, y un supuesto retrato de Marco Emilio Lépido.
*Fotografía 2: Retrato de Marco Tulio Cicerón; copia de un original romano por Bertel Thorvaldsen, en el Thorvaldsens Museum de Copenhague
*Fotografía 3: Denario acuñado por Marco Junio Bruto como pago para sus tropas en el que conmemora el asesinato de Julio César en los idus de marzo
*Fotografía 4: Representación de la batalla de Filipos en un tapiz del Palacio de la Almudaina, en Palma de Mallorca.
Muy bueno e interesante. De regreso en tu extraordinario blog. Saludos con aprecio.
ResponderEliminarMe alegra volver a verte por aquí :D :D
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