Druso quiso seguirlo de inmediato, creyendo que quizás solo él le convenciera de lo contrario. Aún consciente de que la eliminación de mi hermano le dejaba a él como único heredero del más vasto de los Imperios, primó en su ánimo la lealtad hacia el único hombre que le brindó siempre, sincero, sin ocultas intenciones y sin merecerlo, una amistad incondicional y plena. Sin embargo, volviendo la vista atrás y viéndome temblorosa y llorosa, no se sintió capaz de dejarme sin más, y con afecto y sin querer pronunciar falsas promesas y baldíos consuelos con la única intención de un efímero consuelo, me condujo a mi cuarto y se negó a marchar hasta que me hube serenado. Aún recuerdo la preocupación cariñosa y tímida con la que acarició mi cabello y enredó en mis manos sus dedos tiernos... Supongo que tras su carácter duro e inflexible, bajo su trato tiránico, obviando sus putas y sus borracheras, había un corazón sensible capaz de latir y de sentir, aunque me cuesta creerlo... Sin mi marido, sería el estúpido Claudio quién planteara la posibilidad de presentarse ante el César y declamar su defensa, pero con acierto se impediste temiendo que su tartamudez y su cojera aún más le enfurecieran. Fuiste tú finalmente quién abandonaste esta casa que en tu tumba aún en vida convirtieras para intentar razonar o moderar al hombre ante el que décadas después sin temblar tu voz me denunciarías y me venderías: supongo que para algunas madres entre sus hijos siempre hay preferencias... Pero ni mis lágrimas ni tus palabras convencieron al César, si no una carta de ese Cayo Silio, legado del Rin Superior, cuya anterior misiva había desencadenado la tragedia. Como yo esperaba, la lealtad de Germánico a Tiberio y a Roma había prevalecido ante la tentación de la cercana e ilegítima obtención del poder supremo, y apenas supo de la revuelta salió al paso de las legiones antes de que pudieran alcanzar su destino y la corona le ofrecieran. No les dio tiempo ni a exponer sus quejas, pues con la excusa de escuchar mejor sus palabras, les ordenó formar como correspondía no a rebeldes si no a legionarios, colocándoles así bajo su obediencia. Solo entonces les habló Germánico, centrándose en su veneración hacia el divino Augusto así como en los triunfos y victorias de Tiberio, con grandes elogios a las gloriosas hazañas que con aquellas legiones nuestro tío había llevado a cabo en Germania. Palabras que a muchos hubieran enorgullecido, pero no al corazón de Tiberio en el que por su sobrino se mezclaban la envidia y el miedo. Druso, que a mi lado escuchaba la misiva del legado, ordenó ansioso al esclavo seguir leyendo. A su lealtad añadió mi hermano, para aún mas disuadirlos de su revuelta, la armonía reinante en Italia y la fidelidad de las Galias, el hecho de que en ningún sitio salvo aquel había agitación ni desavenencia. Sus palabras fueron acogidas por los traidores con murmuraciones, susurros transformados en griterío cuando Germánico les reprochó su espíritu de sedición. Ellos como respuesta le mostraron sus cuerpos, las cicatrices y golpes que debieron ser símbolos de sus servicios a Roma transformados en un mudo reproche. Entonces comenzaron las habituales quejas: escaso sueldo, dureza de los trabajos, retiro indigno, licenciamiento deshonroso nunca pronto... disculpaban a Germánico, pero le ofrecieron el poder supremo para que pudiera remediarlo. Mi hermano, como si de pronto se viera atacado, abandonó ofendido el alto estrado; los demás soldados, en cambio, le cortaron el paso, con armas desenvainadas que no respetaban su dignidad ni su cargo, amenazándole si no regresaba. Pero mi buen Germánico, gritando que prefería morir antes que faltar a su juramento, sacó la espada de su vaina y la hubiera dirigido contra su costado si sus amigos cercanos no se lo hubieran impedido. Con todo hubo quién pensó, como Tiberio, que más que un honroso acto era una farsa para exaltar al populacho, pero Druso no le dejó tiempo de verter infamia y veneno sobre la lealtad de su primo y adoptivo hermano, y también cuñado, intentando hacerle ver que su fidelidad había quedado firmemente demostrada al rechazar aquel tentador imperial cargo. Más su padre, sin dejarse apaciguar ni conmover, no tardó en añadir que la rebelión germana no se había sofocado.
* Fotografía 1: "Reflexiones", Charles Amable Lenoir
* Fotografía 2: "Desde la ausencia", Lawrence Alma-Tadema
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