Ahora que, a mi entender, su lealtad a nuestro César había quedado probada y su vida, si volvía, en un principio no peligraba, gran parte de mí deseaba que mi hermano, de forma estrepitosa, fracasara. ¡A la divina bendita Némesis para ello de nuevo me encomendaba! Si su incapacidad para controlar la rebelión de las legiones germanas, día a día, poco a poco, fehacientemente se demostraba, la figura de mi marido, que en fecha reciente sometiera la totalidad de Panonia con velocidad pasmosa, se vería por fin encumbrada, no solamente en el corazón reseco de mi tío Tiberio, cosa que en nada no me preocupaba -pues obvia era su preferencia por el hijo que él en la mujer amada engendrara y no por el sobrino que obligado adoptara-, si no en las mentes y en las almas de la gente romana, que sin césar, desde nuestras mismas bodas, manifestara siempre mayor preferencia por Germánico y por mi cuñada que la que jamás, incluso unida con Cayo, a mí me profesara. Encerrada siempre en los márgenes afilados de las murallas romanas, encadenada desde mi infancia a una familia maldita en cuyo interior una guerra se libraba, y en cierto sentido emparedada en una realidad que no existía más allá de las paredes que me asfixiaban, una realidad distinta, por la misma familia a la que pertenecía, que la que el resto de romanos gozaba, comenzaba por fin a comprender, asomada a mi diminuta ventana, que el amor del pueblo también es poder, un poder más allá de la sangre que en las venas me envenenaba o las insulsas e insustanciales charlas que sobre el mármol del Senado se desarrollaban... Es un ejército entusiasta, sacrificado y dispuesto, siempre listo para el enfrentamiento, que se alimenta solo de ilusiones y se paga con sueños, y aunque incontrolable, jamás disciplinado, imprevisible y peligroso, siempre se demostraba finalmente victorioso... y a mi pesar, también excesivamente sabio, pues en todo momento, desde nuestro mismo nacimiento, hubo razones para despreciarme, hubo motivos para amarle, a mi querido hermano, a mi buen Germánico... Incluso cuanto todo parecía para él perdido y a mi fidelidad demostrada se oponía lo que parecía su lealtad quebrada, pues aunque el gesto de volver contra su cuerpo la espada y hacer el juramento de morir antes de faltar a su palabra en principio convenciera, después llegaron a las altas mansiones del Palatino nuevas misivas -¿lo recuerdas? ¡Cuándo ya creíamos todo en calma!- en que ahora Aulo Cecina, legado del ejército del Rin Inferior, a quién considerábamos capturado o junto a sus tropas en insumisión al emperador, acusaba a Cayo Silio, el legado del Rin Superior, de lo mismo de lo que él con anterioridad fue por éste acusado, ¡por la misma persona que nos había estado en exclusiva informando!. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué era lo que de verdad estaba sucediendo? ¿Era aquella nueva misiva falsa o estaba mintiendo? ¿Lo era la que la precediera? ¿Se habían levantado contra el César los dos poderosos ejércitos de la Germania? ¿Por qué mi hermano callaba? ¿Acaso había estado fingiendo, cediéndoles a sus subordinados la narración de supuestos hechos, para ganar tiempo mientras conducía sus tropas al mismo corazón de Italia? Tiberio, de naturaleza recelosa e incapacitado para la confianza, ahora más que antes de él sospechaba y, exasperado, furioso y nervioso por el desconocimiento, ordenó por fin enviar a Germania embajadores del Senado, creyendo que ellos tendrían mayor autoridad sobre mi hermano, para poder saber así de primera mano todo cuando estaba en el norte sucediendo.
Tiberio sin duda temía la solución que algunos senadores le estaban proponiendo: armar legiones para poder enfrentarse a aquella posible sedición sin temer nunca a la derrota. Ello podría suponer iniciar el reinado con una guerra civil que no se producía desde los años de la República extinta y dejar a las provincias norteñas desprotegidas ante un hipotético ataque de las tribus germanas, todavía unidas bajo el mandato de Arminio y no sometidas, ni vengada la masacre del bosque de Teotoburgo, la aniquilación de tres legiones, el robo de los estandartes, la pérdida de la capital y la provincia. Por esto los embajadores senatoriales marcharon el Norte precedidos por una carta en nombre del príncipe donde a los sublevados se concedía atenuadas las peticiones que exigieran: la licencia tras un servicio de veinte años, la rebaja del servicio a los dieciséis, la exención de todas las obligaciones salvo la de repeler al enemigo y el aumento de las pagas. Este cobarde, bochornoso, soborno del César surtió efecto, dejando al descubierto que en el vulgo priman las promesas ante las buenas palabras. Germánico, nacido para el sumo liderazgo pero formado en la obediencia, aunque contrario a conceder prerrogativas a quienes desobedecieran, mostrándose así indignos de merecerlas, se apresuró a cumplir las órdenes del César. Consiguió a cambio que, si bien dubitativos, las legiones volvieran a la obediencia, arrancándoles por fin también el juramento sagrado de lealtad a su Imperator, aunque a la legión decimocuarta hubo además de aumentársela la cantidad de la futura paga para que de forma definitiva se avinieran. Sin embargo, era una endeble victoria -si tal nombre puede dársela-, indigna de ciudadanos, de soldados romanos, y no podía por tanto durar mucho tiempo: habiéndose accedido a las reivindicaciones de los disidentes con tanta facilidad no se iban a conformar con lo obtenido cuando por el mismo medio podían acceder a mucho más. No solo eso: a la desfachatez de la victoria sencilla se unía indisoluble el miedo, pues eran conscientes que lo otorgado no había sido dado por el medio legítimamente establecido, y de la misma forma que se lo habían concedido podían arrebatárselo. Por ello, cuando los embajadores del Senado por fin alcanzaron a mi hermano, las legiones pensaron que habían llegado para dejar todo lo regalado a ellos sin efecto y reiniciaron la revuelta.
*Fotografía 1: Detalle de "Leyendo a Homero", de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 2: Detalle de "Antonio y Cleopatra", de Lawrence Alma-Tadema
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